SENTIRES

Autor:    Julián Silva Puentes

Julián Silva Puentes


RUIDO


 

El clic clic que hace el horno de mi casa desde hace dos semanas no es cosa de risa. Tampoco lo es salir a la calle y notar que lo extrañas con locura. Mi primo Luis Fernando me contó que hace unos años sintió un pitido en el oído izquierdo por más de dos meses. “Cuando se me fue ―cosa que sucedió, así como llegó― pensé que me iba volver loco de tanto extrañarlo”. “¿El pitido?”, le pregunté. “La falta del mismo”, me respondió. La falta del mismo es la presencia de lo otro, es decir, del silencio (silentio est aurum). Aborrecer algo que después extrañaremos es propio de la condición humana.

 

En una sociedad cambiante como la nuestra, la incapacidad de adaptación significa la extinción. Vengo de una ciudad en donde a mediodía, en verano, se puede llegar perfectamente a los 30 grados. En Bucaramanga debes dormir con ventilador porque los zancudos atacan en la noche. Lo mismo sucede en San Gil. Una de las cosas que me gustaba de vivir en Bogotá era que no había zancudos ni calor. Ahora es diferente. Cuando recién llegué a esta ciudad, hace unos siete años y medio, me encontraba con unos zancudos enormes tipo periodo Pérmico, dándose de tumbos contra las paredes. “¿Viste a esa cosa horrible?”, le pregunté a Diana la primera vez vi a una de estas criaturas. “A veces salen”, me respondió. “¿De dónde?”, le pregunté. “¿De dónde qué?”. “¿De dónde salen?”. “¿Quiénes?”. El misterio de los zancudos del Pérmico ha permanecido indemne desde entonces, porque no había vuelto a pensar en ello. De hecho, esta es la primera vez que hablo de los zancudos y el calor de Bogotá. Podría ser el título de una novela a la manera de “perdido en el Amazonas” de Germán Castro Caycedo, pero no es el mismo caso. El caso aquí es que en el día hace mucho ruido y en la noche los zancudos y el calor impiden que concilies el sueño.

 

No es la primera vez que fantaseo con abandonar al mundo (la civilización) para dejar que se devore a sí mismo con todo su ruido, caos y maldad que nunca descansa. Diana no es tan dada a evadirse del mundo como yo, pero después de dos semanas del clic clic del horno y de los arreglos del edificio (de 7:30 am a 4:30 pm de lunes a sábado), ha empezado a pensarlo.

 

El horno (la parte que despide una chispa cuando mueves el dial para liberar al gas) empieza con su clic clic y debes apagar la llave del gas para evitar una tragedia. Eso le dices a la gente del gas con la primera de muchas llamadas pidiendo que arreglen el problema antes de que sea demasiado tarde.

 

―Podemos agendarlo para dentro de quince días ―me responden.

 

―¡En quince días se va a explotar la casa! ―grito de vuelta.

 

―Podemos agendarlo para dentro de quince días ―repite la voz con una cadencia semejante a la de los “Bots” que atienden las llamadas de atención al cliente.

 

―¿Es usted un Bot ―pregunté.

 

―No señor. Mi nombre es “…” y trabajo en la empresa hace dos años…

 

―¡Pues deberían reemplazarlo por uno! ―grité, y colgué sintiéndome avergonzado de hablarle así a un pobre diablo a quien cada persona que llama debe gritarlo.

 

Hace algunos años (infortunados años) trabajé en un call center. “Welcome to the Macy´s and Bloomingdale´s collections department. ¿What can I do to help you today?”. Aún después de tanto tiempo recuerdo aquel saludo mandatorio. Debíamos adherirnos a cada palabra del libreto, o de lo contrario nos “amonestaban” por escrito. Siempre había alguien escuchando las llamadas, de manera que las oportunidades para que te despidieran sobraban. Con tres amonestaciones bastaba. Yo no llegué a la segunda, porque me salió mi primer trabajo con el distrito como abogado y pude renunciar con una enorme sonrisa.

 

El escritor Norteamericano William Faulkner no siempre fue el ganador del premio Nobel de literatura de 1949. Hubo una época cuando nadie lo conocía en la que trabajó en el servicio postal. Al final de su término allí (renunció antes de que lo despidieran), se despidió con una carta que decía: “Mientras viva bajo el sistema capitalista, espero tener mi vida influenciada bajo las demandas de la gente adinerada, pero seré maldito si acepto estar a la disposición de cada sinvergüenza itinerante que tiene dos centavos para comprar una estampilla”. Quisiera decir que hice lo mismo cuando me fui del call center, sin embargo, asustadizo como soy respecto del infierno que comprende quedarse sin trabajo, me despedí con un apretón de manos bastante enérgico (y servil), no sin antes agradecer la oportunidad de que me insultaran día y noche campesinos del sur de USA (les dicen rednecks) porque llamaba para cobrarles lo que sea que compraran a crédito en los almacenes Macy´s y Bloomingdale´s.

 

“Gracias por creer en mí ―le dije a quién de igual forma me iba a despedir―, pero me salió un trabajo en mi profesión y lo acabo de aceptar”. Llevaba dos días sin ir a trabajar debido a que me fui con Diana a la costa y no me molesté en inventar una excusa. El hombre de recursos humanos con quien hablé quiso adelantarse, aún después de escucharme renunciar, y me dijo que, teniendo en cuenta mi ausencia injustificada, debían terminar mi contrato con ellos. “Entiendo señor ―respondí, dándole tiempo y el placer de que me echara―. Gracias en todo caso por la oportunidad. Me cambió la vida”. “Ajá”, me respondió con aquel tono de voz de superioridad propio de las personas que tienen todo el ascendiente del mundo sobre ti, especialmente si se trata del poder de arrebatarte los medios para que no te mueras de hambre. Por eso salí de allí tan feliz, como si hubiera escapado de un calabozo. Y en cierto sentido así lo era, salvo que un año y medio después me vi en la situación de buscar de nuevo trabajo en un call center gracias a la pandemia de 2020.

 

―A veces tengo pesadillas con uno de esos rednecks insultándome porque estaba llamando para cobrar ―le digo a Diana de cuando en cuando.

 

―Te prometo que eso nunca va a volver a pasar ―me responde en cada ocasión.

 

―No debí hablarle así al tipo de la empresa de gas ―le digo cambiando el tema.

 

―En quince días podemos explotar con todo y casa ―me responde Diana.

 

―Es cierto ―le digo, y me dan ganas de llamar de nuevo para decirle a quien sea que me conteste “pissant” (hormiga de meados) y “fucking indian” (puto Indio), ambos insultos recurrentes en el vocabulario de la gente tan elegante que me contestaba en mis días de cobrador para Macy´s y Bloomigdale´s.

 

Fucking indian. Para mucha gente fuera de Hispanoamérica, la India y América son la misma cosa. Son la misma cosa porque a la gente de Hispanoamérica y la India suele llamársele peyorativamente india. A mí me llamaron indio un par de veces a pesar de que mi fenotipo no es tal y no vivo en el sur del Asia. Desde luego, por el teléfono nadie sabe cómo luces, si eres nativo de este o aquel país, o si resides en un lugar llamado Beaverton, Alabama, y llamas a quien no vive en ese rincón de USA “hormiga de meados”, lo cual quiere decir “inútil” o “inservible”. Aun y con todo, y a pesar de haber servido en “cuerpo y alma” para dos call center en mi vida adulta (2017 y 2018), y del terror que me da encontrarme en una situación tan difícil como para caer en las garras de los “centros de llamadas”, nada puede ser peor a volver a casa del trabajo y que en el camino te desaparezcan del mundo para hacerse de tu cuenta bancaria, tu voluntad y de tu vida. No es que desaparecerse del mundo sea malo, porque si así lo decides, si por ejemplo resuelves convertirte en un anacoreta para irte a vivir a una montaña en estado de aislamiento y contrición, está bien. Lo estaría aún más si fuera uno de los millonarios que construyó su mansión en la reserva forestal del bosque oriental de Bogotá, porque desde allá se debe poder ver a la ciudad sin tener que sortear el ruido de la calle, o el miedo a que te echen escopolamina en tu regreso a casa.

 

Una y otra cosa estaría bien si así lo decides. Decidir por tu propia cuenta, así sea volverte loco y renunciar a todo para vivir de mirar nubes y árboles en una montaña, está bien si eso es lo que quieres. Imaginarme viviendo en una montaña hace que todo aquello que se escapa de tu control (la vida) se vea más benigno. Menos terrible.

 

Desde hace varios años aprendí a pasar diez minutos (a veces más), al día soñando con una cabaña en el bosque haciendo nada que no sea estar presente en el momento. En este momento, por ejemplo, estoy más presente de lo que pueda estar jamás en ninguna otra actividad de mi vida, porque contar historias acerca de la vez cuando hice esto o aquello, o de lo que quisiera hacer si me ganara la lotería para decirle a Diana que nos vayamos a donde sea, a una montaña, a la costa de Santa Marta, o a vender baratijas a los turistas que llegan a Finisterre al finalizar la ruta de Santiago de Compostela, es un sueño recurrente en mi día.

 

“Soñar es para valientes”, dijo un gran sabio alguna vez. Ese “gran sabio” soy yo, a pesar de que la frase no es mía. Tampoco soy muy sabio que digamos. No soy mucho de nada porque no tengo nada (Non habet nihil. Me habeo mundum) salvo lo que llevo puesto y mi cabeza fantasiosa a la que no le hace falta mucho para huir del mundo (mentalmente), especialmente si el horno de la casa, los arreglos del edificio, los zancudos y el calor, hacen del día a día un reto difícil de superar. He llegado al punto en que me despierto deseoso de ir a la oficina para tener un poco de paz. No por ello dejo de caminar con los sentidos alerta, como un animal, para salir corriendo a la menor presencia de peligro. “¡Amigo, no soy ladrón! Vengo de Ibagué a ver un partido de fútbol al Campin. ¿Me puede colaborar con una moneda?”. Quien me dijo esto ayer en la tarde tenía una pinta de ratero innegable y no dejaba de seguirme a pesar de que le dije que no tenía monedas. Seguía insistiendo en que no era un ladrón, que por qué lo miraba de esa manera, que por qué caminaba tan rápido, y que si no tenía monedas era debido a que tenía billetes. Para quien no sea de Colombia y lea esto (¿existe un mundo afuera de Colombia?) cuando alguien te pide monedas y te sigue con insistencia, es porque quiere tus posesiones. Y tu vida también.

 

Sobra decir que no me asesinaron. Debí entrar a una tienda y pedir monedas para darle al demonio que me perseguía. “¿Sí ve que no soy ningún ladrón?”, me dijo, y se fue caminando muy de prisa, a lo mejor para robar en serio a la próxima víctima o al menos para asesinarla. Afortunadamente no lo averigüé por cuenta propia. Sólo sé que el día de hoy me da miedo salir a la calle porque no quiero que me maten. Quiero vivir para siempre. Esa es la verdad. No hablo en el sentido de “vivirás en los corazones de quienes te amaron”, sino desde el punto de vista físico, de la carne y los huesos que no perecerán jamás. Imaginar mi propia muerte me produce tanto terror que decidí hace mucho no irme de este mundo jamás. No me importa lo que digan las leyes de Dios y de los hombres: ¡no voy a morir nunca! Estaré presente en este mundo hasta que se acabe el piso bajo mis pies y entonces sí me iré. Me iré cuando el mundo del corazón y la mente gobierne sobre el de los hombres y todas aquellas cosas malvadas que se hacen unos a otros con la insistencia de los zancudos que inefablemente nos atacan en las noches de calor en la Bogotá veraniega de 2024.

 

―¿Nos vamos a un hotel? ―me dice Diana sacándome de esta historia.

 

―¿Qué hacemos con el gato?― le pregunto de vuelta.

 

Eres consciente de la edad que tienes cuando incluyes en cada conversación al gato de la casa y hablas de las ventajas de tomar leche de almendras sobre la leche entera (señorita, ¿el postre tiene leche deslactosada?). No por ello es menos válida mi pregunta: ¿qué hacemos con el gato de la casa? Siempre y cuando tenga comida en su plato y agua en la tasa, al gato de la casa le tiene sin cuidado lo que sea de nosotros. “Ego sum summa voluptarum”, lo que quiere decir: “yo soy” (ego sum) la suma (summa) de mis placeres (voluntarum), se refiere a que el gato de la casa es como aquel rey que se llamó a sí mismo el rey sol (je suis le roi soleil), porque Luis XIV de Francia se imaginaba siendo una cosa enorme y brillante en rededor de la cual el mundo giraba.

 

El escritor David Foster Wallace dijo en una entrevista para Esquire Magazine de 2002, que esta es la generación más egocéntrica desde el rey Luis XIV. Foster Wallace no tenía manera de saber el giro que tomaría el mundo con la globalización de las redes sociales (bobalización), a pesar de que alcanzó a vivir para ver el nacimiento de Facebook en 2004. No por ello dejó de profetizar la incidencia que tomaría el internet en nuestra vida. Antes teníamos a los “reality tv” para conocer cómo viven las estrellas de la música y del cine. Con la proliferación de las redes sociales, aprendimos que no debíamos ser famosos para tener nuestro propio “reality tv”. De repente, alguien como tú y como yo podía irse a vivir a España y hablar de lo que hace desde que se despierta hasta que se acuesta: “hoy tendremos un episodio especial: les contaré cómo aprendí a cocinar huevos fritos sin reventar la yema (aquí en España les llaman fritos huevos), y después fui al barbero a cortarme el pelo. Fin”. Cientos de miles de personas miran con avidez al hijo de una actriz que no actúa hace una década comiendo torta, porque se ve muy tierno con la cara untada de crema. Una pareja millonaria proveniente de algún lugar de la costa colombiana viaja por el mundo haciendo videos de lo que comen, beben y piensan (se graban mirando el atardecer y en solemne silencio para que intuyamos los sentimientos profundos que albergan), un concejal de Bogotá que tiene el don de la ubiquidad porque es abogado, piloto de avión, estudiante de medicina e “influencer”, nos habla desde un restaurante en donde comparte con sus amigos y le pide a su público que vaya y lo visite, para que, muy casual e íntimo, le hablen de las problemáticas de la ciudad y del mundo. También se graba conduciendo su auto deportivo con una mujer sentada al lado preguntándole su comida favorita, su color favorito, su libro favorito (siempre hablan de la biografía de un millonario que nos cuenta cómo hizo para llegar a ser tan millonario), y otras preguntas de sumo interés para el distrito, como lo es: ¿cuál es tu influencer favorito?

 

“Generadores de contenido”, le llaman al hecho de contar hasta el más mínimo detalle de su vida (qué comí, qué bebí, a qué le tengo miedo, qué cara hago cuando tengo miedo). Hace veinte años hubiera sido inconcebible que alguien se interesara por un “reality tv” de ti mismo grabado desde tu celular. Ahora es inconcebible que no te filmes yendo a un restaurante para calificar la calidad de la comida. Cada momento de tu vida sirve para “generar contenido”, así el contenido sea estar en la fila en el Oxxo y aprovechar que tienes dos minutos sin estar grabándote diciendo algo que ilumine a la humanidad. “Amigos, aprovecho que no estoy haciendo nada para hablarles de las papas que venden en el Oxxo de la carrera 13 con calle 55. Hummmmmmmm, me gustan estas, pero no me gusta que se trate de una marca extranjera. Ustedes saben que soy una patriota y apoyo la industria nacional. También soy animalista, ecologista, humanista, dadaísta, nadaísta, todoísta, taoísta, trapecista, ortodoncista, y reciclo las botellas para regalárselas a la gente de la calle y así tengan con qué comer; ustedes saben que no me gusta dar limosna por aquello de enséñale a un hombre a pescar y podrá alimentarse para siempre. ¿Quién dijo eso? Recuerdo que lo escuché en un audiolibro que ´leí´ ayer en quince minutos, pero ya se me olvidó el título del libro o el autor porque debo aprovechar cada minuto y hacer mil cosas al mismo tiempo, además… ¿de qué estaba hablando? ¡Cierto! La marca de papas que venden aquí en el Oxxo versus las del Éxito y… ¿es mi turno? Gracias. ¡Bueno amigos, es mi turno de pagar y no sé si me alcance! En quince minutos haré otro live para contarles lo que es ser una mujer de 24 años con cuatro millones de seguidores en tic toc, soltera, con una mansión que compré hace dos semanas y siete carros deportivos y que no tiene tres mil pesos en efectivo porque todo lo tengo en una billetera virtual y se me olvidó la clave… ¡LOS AMO!”.

 

La broma infinita, la novela por la cual David Foster Wallace ganó reconocimiento mundial a partir de su publicación en 1996, habla de una película titulada como el mismo libro, tan entretenida que el público muere de inanición, deshidratado y en su propia mugre, porque no puede levantarse del lugar en donde empezó a verla días y días atrás. No digo que en 2024 todos estemos ante la más grande Broma infinita de la humanidad, pero sí creo que el Rey sol que todos llevamos dentro cuenta con su propio escenario desde el cual puede decirle al mundo que no se debe tener talento ni características únicas que lo definan como un individuo autónomo, para recibir del mundo cuanto quieren, porque basta contar con un buen sentido de la tendencia del mercado para saber qué contenido tiene más oportunidad de ganar seguidores. No estoy diciendo que esta generación de Luises XIV de Francia haya hecho de los lugares comunes un nicho cómodo y bastante redituable, porque estaría hablando desde la ignorancia. Lo que en realidad espero contar aquí y ahora, es que La broma infinita de Wallace tiene alrededor (dependiendo de la edición) de 1.100 páginas y dudo mucho que alguien la lea. Dudo mucho que, si no se trata de un resumen de audiolibro de 15 minutos (nueva tendencia), alguien lo lea. No sé por qué, pero eso me pone muy triste. Todo esto me pone muy triste, y al hablar de ello en voz alta no hago nada diferente a gritarle a las nubes, como el viejo pendejo en quien, sin ningún esfuerzo, sino más bien voluntariamente y con los ojos bien abiertos, me he convertido.

 

 

Clic clic, hace el horno justo antes de que salgamos con todo y gato a un hotel muy bonito en donde se aceptan mascotas. Reservamos para dos días a ver si descansamos del horno, los arreglos del edificio, el calor y los zancudos. Llegamos al punto de pedir aire acondicionado en nuestra habitación, como cuando viajamos a la costa. Hace mucho no viajamos a la costa. Por lo menos en Taganga tenemos el mar, jacuzzi, micheladas a las diez de la mañana y todo el cebiche que se pueda comer sin indigestarse. ¿Volveremos a ver el mar algún día? No lo sé. Tenemos otro viaje mucho más ambicioso en mente, pero ya será para el año entrante. Por el momento pasaremos dos noches en un hotel para hacer de cuenta que somos extranjeros en nuestra propia ciudad; saldremos a la calle con camisa hawaiana, shorts, tenis sucios y el pelo grasoso y tomaremos fotos de los museos e iglesias antiguas a las cuales entraremos para pedir tres deseos (debes pedir tres deseos cuando entras por primera vez a una iglesia), y después iremos a un teatro en el Parkway que nos gusta mucho. Quizás veamos la función de las 7 pm para salir directo al Patio a tomar vino y a comer stake pimienta y arroz a la Garzón. Las posibilidades son infinitas cuando eres un extranjero en tu propia tierra, y más si el lugar en donde vives, tu apartamento, se explota con todas tus posesiones dentro mientras te encuentras en cualquier otro lugar dándotelas de turista. ¡Bah! Todo lo que necesitamos lo llevamos con nosotros y…

 

―¿Qué dices?

 

―¿Las llaves?

 

―Sí, aquí las tengo.

 

―Listo, vámonos. Vámonos ya. 

 
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