SENTIRES

Autor:    Julián Silva Puentes

Julián Silva Puentes


PARAÍSO PERDIDO


 

En 1667, John Milton reinventó la leyenda del ángel caído con dos líneas que se hicieron del imaginario del mundo: “¡Canta musa celeste, la primera desobediencia del hombre!”. Antes de Milton la historia de Satanás y su expulsión del paraíso, era conocida a profundidad por beatos y académicos. A partir de John M., el mito del infierno, Satanás, la pareja primigenia y el árbol de la sabiduría, llegó al pueblo llano. Incluso quien no sabía leer ni escribir, conocía de la obra del escritor inglés, a quien se tomó por rebelde desde los días previos a la decapitación de Carlos I de Inglaterra en 1649.

Carlos I de Inglaterra fue un rey a quien la voluntad del pueblo llevó al patíbulo en una época cuando ser rey significaba serlo por mandato divino. Quitarle la cabeza a un rey era como desgonzar al Creador. John Milton no participó directamente en el juicio de Carlos I, pero escribió panfletos en contra del mandatario que bien pudieron empujarlo a su destino fatal.

De todas las formas de asesinato, el regicidio es la más tolerada. Asesinar a un rey significa liberar al pueblo de un tirano. Es la excusa más plausible. El rey Luis XVI de Francia era percibido como un mandatario indolente. Conocida es la frase de su esposa, la reina María Antonieta, cuando se le informó que el pueblo estaba muriendo de hambre. “Denles de comer pastel”, se dice que respondió ella. Unos años más tarde la pasaban a la guillotina. A su esposo también, así como a 16.594 personas más.

DATO CURIOSO: El inventor de la guillotina no fue el médico Joseph Ignace Guillotin, como suele creerse, pero sí fue quien propuso su uso en la Asamblea Constituyente durante la Revolución francesa. La leyenda dice que mientras duró el régimen del terror, el pobre Joseph fue pasado por la hoja. No es cierto. Lo que sí es cierto es que otro médico de apellido Guillotin, J.M.V. Guilltín, un doctor de Lyon, sí fue ejecutado por este medio.

EL PARAÍSO

Milton creía que el Edén estaba ubicado en Telassar, una ciudad de Babilonia cerca de los ríos Tigris y Éufrates. Hoy en día, lo que antes era conocido como Babilonia es Irak. En Irak se presume que inició la civilización humana tal y como la conocemos. De allí salió Hammurabi con el principio de justicia retributiva “ojo por ojo y diente por diente”. Alejandro Magno la invadió en octubre del 331 AC y algunos cientos de años después llegaron los mongoles. En el siglo XIV aparecieron los otomanos. Los británicos llegaron en 1919, acabando con lo que quedaba de los otomanos, y en 1978 Sadam Hussein se convirtió en presidente de Irak. Entre 1986 y 1989 casi 180.000 civiles fueron exterminados en la guerra entre Irán e Irak. La guerra del golfo Pérsico se inició en 1991 y en 2003 Estados Unidos invadió Irak. Tal es el paraíso de donde fuimos expulsados.

REBELIÓN

John Milton dijo “El espíritu vive en sí mismo, y en sí mismo puede hacer un cielo del infierno o un infierno del cielo”. El mundo no es lo que era en 1667, aunque sigue siendo exactamente igual a cuando Milton escribió su Paraíso Perdido. Al rey Carlos I de Inglaterra lo decapitó su propia gente y algo como eso no volvió a pasar jamás. En 1793 le volvió a pasar al rey Luis XVI de Francia, pero eso sucedió únicamente porque la revolución francesa estaba en boga. Ahora, que a un rey le quiten la cabeza no sucedió desde entonces, porque Abraham Lincoln era tan sólo presidente y además a él le dispararon. Al zar Nicolás de Rusia lo fusilaron junto con su familia, pero él no era rey sino zar, lo que viene a significar César.

Unos y otros hicieron del mundo un infierno porque era el infierno lo que llevaban dentro. Después de rebelarse en contra del sentido más básico de empatía y decencia humana, debieron buscar dentro de sí mismos para hallar una excusa que les permitiera justificar sus acciones. Algunos lo llamaron Dios, otros, pureza racial; hubo un rey tan aficionado al tiempo en la forma de reparar relojes, que se le hizo tarde para escapar con su esposa y su hijo de cuatro años, y perdieron todo menos el recuerdo de las cosas horrendas que habrían de pasarles.

La rebelión de Abraham Lincoln puede catalogarse como justa, porque se enfrentó a los estados del sur para abolir la esclavitud. 650.000 muertos costaron su visión del mundo, en donde los hombres son todos iguales. Que sea justo para aquellos que murieron, es algo que debemos preguntarles a ellos mismos.

¿Qué dirían ellos mismos acerca de su propia muerte cuando no eligieron morir en la forma en que lo hicieron? No creo que nadie elija morir a menos de que lo haga porque desea morirse. El deseo de morir contradice al instinto de supervivencia. El primer homosapiens debió contar con un gran instinto de supervivencia para mirar a su entorno y creer que saldría bien librado. Atacar a un mamut sosteniendo lanzas con puntas de piedra, denota un sentido de la rebelión que raya con el fanatismo. Fanatismo ante quién o qué, es algo que desconocemos. Las religiones organizadas son posteriores al paleolítico, y todo lo que nos queda de los primeros hombres que piensan, son unos cuantos fósiles y el arte rupestre encontrado en cuevas alrededor del mundo.

DATO CURIOSO: Tengo un amigo a quien le gustaba manchar con su caca las paredes de las casas en donde se emborrachaba. Solía dejar huellas perfectas de sus manos y en cierta ocasión el perfil de su cara. Según decía, no se acordaba de nada porque estaba ebrio. Era cierto. En parte. En la otra parte, yo creo que se volvía loco cuando bebía y sí que se acordaba de todo, pero le avergonzaba admitirlo. A lo mejor no podía evitarlo. A lo mejor quería dejar su impronta en el mundo como hicieron los seres de las cavernas para que pudiéramos recordarlos por siempre.

EL PARAÍSO PERDIDO

Todas las mañanas al levantarme de la cama hago un recuento de las cosas que debo hacer. El trabajo encabeza la lista por obvias razones. Después le sigue soñar despierto con todo aquello que todavía me falta por alcanzar en el mundo.

Soñar se ha convertido en parte esencial de la vida para mí. Así como debo hacer informes diarios para justificar el pago de mi salario, paso una hora todos los días camino al trabajo imaginando un lugar tranquilo para salir adelante sin que me saquen la vida a golpes. Soñar, entonces es tan importante como todo aquello que hago para sobrevivir.

“Sobrevivir”. ¡Qué palabra tan fea! Mentir para obtener lo que se anhela, es sobrevivir. Pasar la vida sumando éxitos para justificar la cruz que decidimos llevar a cuestas, es sobrevivir. Dejar de explorar el vasto mundo que nos fue dado, porque no siempre puedes ponerles precio a tus experiencias personales, es sobrevivir.

Soñar para John Milton debió ser tan necesario como respirar. En un mundo en donde la luz no llega, se debe brillar con el fuego del espíritu para evadir la encerrona del fracaso. Haber fracasado en todos los aspectos de la vida después de tenerlo todo es más difícil que ser un perdedor cuya constante en la vida ha sido justamente perder.

Cuando John Milton escribió el Paraíso Perdido su esposa había muerto, estaba ciego, era pobre y vivía en casa de uno de sus hijos. Pasó algún tiempo encarcelado cuando Carlos II de Inglaterra restituyó la monarquía y muchos seguidores de Cromwell resultaron descabezados con la misma hacha que decapitó a Carlos I. En algún momento se temió que ese fuera el destino de Milton, pero su gloria como agitador había pasado al relativo olvido después de trabajar tantos años como “Secretario de Lenguas extranjeras” de Cromwell. Ya no era un escritor reconocido, pero algunos se acordaban de él. Ya no era un rebelde tampoco porque las fuerzas y la salud lo habían abandonado. Era la sombra de un hombre que algún día se vio a sí mismo brillando eternamente como el sol. Estaba en el ocaso de su vida y no hacía más que sobrevivir con una maleta llena de recuerdos, sombras brillantes y promesas rotas.

DATO CURIOSO: Cuando era niño en San Gil, había una anciana a la que llamábamos Satanás porque vestía ropas raídas, cargaba un costal en la espalda e insultaba a todo el que pasara por su lado. Se le veía siempre por los lados del puente esquivando camiones y recibiendo los agravios de los niños. “¡Satanás!”, le gritábamos al pasar por su lado. “¡Satanás!”, le gritaban los adultos, porque la anciana insultaba a los niños con horrores jamás escuchados. “¡Satanás!”, gritamos todos cierto sábado por la mañana cuando vimos a la anciana recién atropellada por un carro, tirada a un lado del puente con el vestido ensangrentado y los ojos mirando quién sabe qué imposible arriba en el cielo.

La historia de Satanás de San Gil no es la misma que la de Milton. El Satanás de Milton no vestía harapos ni cargaba un costal lleno de basura. El Satanás de Milton guardaba algo de la majestad que tuvo cuando era el ángel más cercano a Dios. Aun en el infierno en donde “las sombras brillan”, Satanás recordaba la bienaventuranza del amor de Dios. Sin embargo, en su camino fuera del infierno para pervertir a Eva y Adán en el Edén, aquello que lo hacía hermoso fue desapareciendo a medida que se acercaba a la pareja primigenia para herir al Padre en su orgullo de creador.

El orgullo fue lo que llevó a Satanás a rebelarse en contra de Dios. Así lo aprendimos en el catecismo quienes fuimos criados en la fe católica. Quienes fuimos criados en la fe católica, debimos hacer algo llamado “catecismo” antes de recibir la primera comunión. Han pasado treinta y cuatro años desde entonces, pero aún recuerdo al sacerdote que nos dio el curso en esa materia.

Se llamaba padre Saturnio y nos hablaba del infierno como si él mismo hubiera estado allá. No me refiero a que fuera un hombre bueno, o se tratara de un terrible pecador. Ignoro una u otra cosa. Hablo del realismo con el cual describía los ríos de lava, a los cuervos que picotean los ojos de los torturados y la serpiente del pecado original entrando por la boca para salir por el culo y regresar al lugar por donde se metió en un principio. El mito del “Uróboro” (la serpiente que muerde su propia cola) cobraba vida en el cuerpo de los pecadores, según la descripción del padre. Dibujaba círculos en el aire y mostraba sus dientes amarillos abriendo la boca y siseando como si fuera él mismo una serpiente. Quería hacer del infierno un lugar real para nosotros. Nada más impresionable para un niño que un anciano vestido de negro contando historias de terror.

“Son exageraciones de un hombre muy viejo y medio loco”, decía mamá. Mamá lo conocía de cuando era niña y aun en esos días era bastante particular como sacerdote. Pero era un hombre de Dios y a esa gente se le tenía en tan alta estima como al presidente de la república. “Deus voluntas est”, decía el padre Saturnio antes de terminar la clase, refiriéndose a que los horrores que acababa de relatar eran “voluntad de Dios”.

El padre Saturnio es el único sacerdote que he escuchado hablar en latín. En los días cuando él era joven, la misa se decía en esa lengua. Mi madre se acordaba de él, así como también mi abuela. “El padre Saturnio está loco”, aseguraba mi abuela a pesar de que lo conocía de toda la vida. Mi abuela creía en un Dios terrible porque así fue educada. A pesar de ello no era del tipo rezandero que se veía en la gente de su edad. Era más reservada en sus asuntos religiosos, porque la prudencia fue una de sus virtudes.

La copia de El paraíso Perdido de John Milton que leí para escribir este ensayo, crónica, reflexión o excusa para no trabajar, la saqué de la biblioteca de mi abuela. Debía pertenecer a mi abuelo. Editorial Iberia, 1953. Las hojas están amarillas en el borde y la pasta, forrada en cuero e hilo rojo, se deshace cada vez que la toco. Huele a guardado y me encanta. Todo aquello que habla de otra época me vuelve loco, pero no de la forma en que el padre Saturnio lo estaba. Hablo de una fijación por los mundos que ya no existen, pero que, gracias a los libros, aún después de centurias, podemos leer e incluso aprender algo de ellos.

John Milton quiso que aprendiéramos algo de él, especialmente de su lucha por ser relevante en un momento cuando su cuerpo le fallaba. Una idea se puede moldear, destruir y revivir. El cuerpo, su decaimiento, una vez que empieza, termina en la tierra como todo aquello que vive y muere en el mundo. Una idea puede sobrevivir a quien la parió como la luz que emite el espíritu antes de extinguirse. John Milton quiso inmortalizar esa luz en el arquetipo del mal y la lucha por encontrar una birla de luz en un mundo opacado por la sombra de la muerte, en donde la inocencia es tan peligrosa como las buenas intenciones de los malvados cuando creen estar haciendo el bien.

Y, sin embargo, a pesar de todos sus esfuerzos por inmortalizar su nombre, John Milton murió. El rey Carlos II de Inglaterra murió y Cromwell también lo hizo. Todas las personas que han puesto pie en este mundo han seguido la misma suerte, así como yo lo haré y ustedes también lo harán. No hay nada que podamos hacer para evitarlo. Ni siquiera sabemos si existe algo después de todo este “trabajo del hombre por el que se afana tanto debajo del sol”, pero es esa rebelión en contra de lo inevitable de nuestro destino en donde reside el valor del héroe que se levanta después de perderlo todo. Un héroe que sobrevive a la pérdida lo es no por su resiliencia, sino por su fe en un constante y maravilloso AHORA.

Mantenerse con vida en un mundo lleno de peligros es el único acto de rebeldía que vale la pena emprender. Corrijo: mantenerse optimista en un mundo lleno de peligros es el único acto de rebeldía que vale la pena emprender. También lo es dejar testimonio de esa lucha en un pedazo de papel, para decirle al mundo que alguna vez existió alguien como tú y como yo y que, a pesar de todo, nuestra vida importó. No todos vinimos para cambiar el orden de las cosas, pero si logramos que alguien vea con magnanimidad este mundo gracias a nuestro atolondrado trastabillar, podremos darnos por bien servidos.

Así debió entenderlo John Milton y cualquier otro ser humano desde los albores del cuaternario. Así lo entiendo yo ahora cuando siento que estoy empezando a comprender algunas cosas cuya utilidad desconozco. A lo mejor, esto que hago no le sea de utilidad a nadie y esté perdiendo totalmente el tiempo. Ahora que lo pienso, espero que sea así: una total pérdida de tiempo. De mi tiempo y el de quien lea esto. A lo mejor mi visión del Paraíso Perdido sea un disparo en el aire y a nadie le importe. Si no es así, si alguien llegó hasta acá, espero que haya dejado de hacer algo productivo para perder el tiempo conmigo. Cerrar los ojos y dejar correr la imaginación para descubrir algo de sí mismo, es el mejor tiempo desperdiciado que se puede emplear. En un mundo en el que incluso el tiempo se monetiza, rebelarse en contra de aquello que es cuantificable no es un privilegio sino un deber. El deber de mantenerse con vida el tiempo suficiente para aprender algo valioso antes de partir de este paraíso perdido que nos fue dado por confiar demasiado.

 
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