SENTIRES

Autor:    Julián Silva Puentes

Julián Silva Puentes


CAMINÉ POR UN PARQUE EN LA TARDE SOLEADA DEL VIERNES


 

Caminaba la tarde del viernes rumbo a la oficina, cuando alguien me gritó:

 

—¡Lo agarro y lo mato, malparido!

 

Había tanta gente en la calle que no supe a quién se refería; además, el lugar en donde trabajo, así como el tipo de funciones que debo cumplir, me tiene insonorizado ante todo tipo de insultos y amenazas en contra de mi persona.

 

—Creo que le hablan a usted —me dijo un embolador de zapatos a quien saludo siempre que paso por el parquecito antes de llegar a la oficina.

 

—¿Qué? —le pregunté deteniéndome.

 

—Yo de mí correría —continuó.

 

—No sé de qué me habla —aseguré.

 

En ese momento escuché los gritos de un joven que me esperaba debajo de una enorme ceiba a pocos metros de la iglesia:

 

—¡Usted! ¡Sí, a usted le estoy hablando! ¡Venga a ver hijueputa, si es tan valiente!

 

Definitivamente, no soy ni “tan” ni “muy” valiente, especialmente, después de todas las cosas que he visto en mi línea de trabajo, desde botellazos en la cabeza a mis compañeros hasta cuchillos y las personas que los sostienen con verdadera intención de hacerme daño. En una ocasión, durante la cuarentena del Covid-19, en 2021, todo un barrio se nos vino encima cuando ejecutábamos la neroniana tarea de mantener los comercios cerrados por mandato de la Alcaldía Mayor de Bogotá. Recuerdo la llamada que le hice a Diana en cuanto huimos en el carro de la oficina: “¡Intentaron asesinarme!”, le grité con un tono de voz bastante agudo, que incluso a mí me sorprendió. Diana se puso a gritar conmigo del otro lado de la línea, porque algo como eso no les pasa a personas mimadas como nosotros. “¿QUÉ PASÓ?”, gritó. “¡Se nos vino un barrio encima!”, le dije, y a pesar de que fueron unas veinte personas las que nos corretearon, exageré la suma en un centenar, para que supiera lo valiente que soy.

 

Hablando de aparentar valentía, Diana no estuvo más tranquila después de eso, pero en realidad las cosas no eran tan terribles como parecían; no se trató de un atentado de la guerrilla, las BACRIM, los paramilitares o cualquiera de los miles de horrores que habitan este país. Además, después de aquella vez, otras tantas le siguieron muy por el estilo. No es raro que nos regalen una lluvia de piedras después de un recorrido; de hecho, es normal que nos saquen cuchillos, o que nos envíen anónimos prometiendo una muerte espantosa cuando menos se lo espere.

 

Han pasado dos años desde entonces. Ahora nos encontramos en 2023, más específicamente, en una tarde del veinte veintitrés.  Podría decirse que estoy inoculado en favor de las amenazas e insultos de la gente. Aquellos, cuando menos se lo espere, son bastante comunes y ya se los toma uno en broma. Entre compañeros nos decimos a manera de saludo “¿Cómo va todo?”, y el otro responde: “Bien. Cuando menos se lo espere”. Nos da mucha risa sopesar la posibilidad de que alguien quiera asesinarnos. Desde luego, no se la pasa uno pensando en todas las cosas macabras que un ser humano puede hacerle a otro, porque el miedo no paga el arriendo, la comida ni los servicios. Debemos salir a la calle y hacer las cosas de la mejor manera posible, es lo que intento decir aquí. También quiero hacer entender que me acostumbré a la violencia que debo ver, oler y sentir a diario.  No obstante, si no me hago chita en los pantalones cada vez que me enfrento a una situación de suma violencia, se debe a que tengo acompañamiento de la policía en cada uno de mis operativos.

 

Hablando de la policía, sería muy agradable contar con una fuerza de seguridad sosteniéndome la mano camino al trabajo como a un congresista, al menos para tener a alguien que corra conmigo cuando un centenar de ciudadanos quiera lastimarme. En el caso específico del cual hablo, me refiero a la tarde del viernes del año 2023, no había ningún acompañamiento de la policía. Estaba rodeado de personas a quienes no les importaba si alguien quería extinguirme de la vida. Únicamente el loco que me insultaba y yo existíamos en ese momento. También el embolador estaba allí, pero no hacía nada salvo comentar lo que estaba sucediendo:

 

—¡Le tienen mucha hambre, doctor! —me dijo.

 

Hambre, cuando se utiliza en el contexto de alguien que quiere lastimar a otro alguien, significa que le tiene mucha rabia. Odio. Tirria. Significa también que está dispuesto a partirle la cara por la razón que sea.

 

—¡Yo no le tengo miedo a nadie! —le dije al embolador, cuando en realidad lo que quise hacer fue pedirle ayuda.

 

Sin embargo, y a pesar de imaginar que la vida de un embolador es bastante dura, y, por ende, saben defenderse de todo tipo de encuentros violentos, el hombre tendría a lo sumo ochenta años y con cada uno de sus movimientos, las extremidades le crujían como la bisagra oxidada de un closet. “Entonces, ¿quién podrá ayudarme?”, me pregunté en ese momento. La policía no aparecía como de pasada, cosa que sucede de vez en cuando, y las personas que prestaban atención en el parque, de seguro relamiéndose ante el drama ajeno, se mantenían en donde estaban sin decidirse a intervenir con una palabra de solidaridad o una acción valerosa.

 

Hablando de acciones valerosas, recuerdo que hace algunos años caminaba por las calles de Melbourne, y vi cómo un hombre impedía a una mujer bajarse del carro. La mujer gritaba y lloraba desesperada. Lo llamaba por su nombre y el tipo respondía el de ella, insultándola de paso con sendos “¡Fucking bitch!” y “stupit cunt!”. Recuerdo pensar “se trata de un secuestro”, porque recién había llegado de Colombia y aquí ese tipo de espantos suceden a menudo. No obstante, me encontraba en la capital de Victoria, estado de Australia, en donde situaciones semejantes rara vez se dan. Lo que sí sucede, tanto en países del primer como del tercer mundo, son las trifulcas amorosas. Supongo que es de las pocas cosas que nos unen como raza: los conflictos del amor. Ahora bien, que un hombre insulte e impida a una mujer a salir de un carro, es bastante raro de presenciar en Australia. Allí la violencia en contra de la mujer se castiga con celeridad y severidad. No por ello, deja de suceder.

 

“¡Fucking bitch!”, le gritaba el hombre a la mujer en el carro aquella hermosa mañana de verano en Melbourne. Nadie se atrevía a detenerse, porque el hombre era uno de esos tipos con camisa sin mangas y los brazos tan gruesos como las piernas. Yo sí que me había detenido, pero no me decidía a hacer algo. Una señora estaba de pie junto a mí y me miró como esperando alguna acción heroica. Yo quería hacer algo impresionante, algo que me hiciera sentir tan fuerte como el tipo de la camisa sin mangas; pero lo cierto es que tenía miedo de hacer cualquier cosa. Pensaba en decir o gritar algo, y, sin embargo, el miedo era más fuerte que yo. La señora, por su parte, al ver que yo no me decidía a hacer nada, dio un paso adelante y con voz más gruesa que la mía, gritó:

—¡Leave her alone!

 

—¡Fuck off! —le gritó el hombre dirigiéndose a mí también, porque yo era una de las pocas personas que miraba sin hacer más que eso: mirar cagado del susto.

 

Quisiera decir que hice tanto o más que la señora para ayudar a esa mujer, pero lo cierto es que me alejé sintiendo el peso de mi cobardía. Aquel hombre era enorme y lleno de músculos, y ciertamente le hubiera sido fácil darme una tunda porque sí y porque no. En todo caso, hasta el día de hoy, ocho años después del “suceso” en Melbourne, siento que pude haber hecho algo. Que debí hacer algo.

 

El arrepentimiento que surge de un acto de cobardía, es tangible y palpable hasta el punto en que, de tan sólo recordarlo, la vergüenza se cierne sobre tus ínfulas actuales. Aquella idea que te has hecho de ti mismo respecto del lugar que ocupas en el mundo, se viene abajo al traer del pasado todas aquellas veces en que pudiste haber actuado con heroísmo. La mujer de Melbourne es sólo uno de tantos recuerdos que guardo en mi baúl de la vergüenza y que me viene a visitar cada vez que la vanidad me hace olvidar lo falible de mi carácter.

 

Ahora, la tarde del viernes fue una de las raras ocasiones en las cuales mi cobardía estaba justificada. Justamente la mañana de hoy, aquí en Bogotá, las noticias hablaron del asesinato de dos policías en el sector en donde trabajo. “Una emboscada del crimen organizado”, dijeron en la radio. “Disidencias de las FARC”, dijo la prensa. Paramilitares. Narcotraficantes. Simples atracadores con sueños de grandeza. ¿Cómo diferenciar a los unos de los otros? ¿Cómo saber que quién te insulta en la calle sin motivo aparente, no es uno de ellos? Las terroríficas Águilas Negras. El Clan del Golfo. El atracador del Transmilenio a quien no le cuesta nada apuñalarte para quedarse con tu celular.

 

Si se piensa de esa manera, cualquier cosa, desde salir de casa en la mañana, hasta llamar la atención de una persona que se cuela en la fila del supermercado, da miedo. Es decir, si a dos policías perfectamente armados con chaleco antibalas y vehículo incluido los asesinan en la calle, ¿qué puede esperar un ciudadano de a pie? Con mi carnet del distrito, en el cual salgo con los ojos entrecerrados, no puedo parar las balas. Tampoco la chaqueta de colores chillones de la entidad, puede protegerme de un botellazo en la cabeza.

 

Ahora, la tarde del viernes, no sabía que alguien me recordaría los peligros que debemos sortear a diario en la calle. Me encontraba en paz conmigo mismo y con el mundo, y hacía planes con Diana para el sábado. Pensaba en ir a nuestro restaurante favorito de Bogotá: El patio, en donde Andrés Garzón se ponía delantal y jugaba a que atendía a los clientes. “Tomaremos un par de botellas de vino blanco —pensé en voz alta— y pediremos una carne a la pimienta; después buscaremos postre en la Macarena e iremos al cine para la función de la noche”. Nada podía arruinar mi ánimo teniendo expectativas tan deliciosas para el futuro próximo, el grandísimo ahora que se nos desliza entre las manos como arena del mar que tan rara vez visitamos, porque trabajamos mucho, o porque nos da miedo volar en avión. Hasta que… hasta que caminé por un parque en la tarde soleada del viernes.  

 

 

Hace mucho tiempo no sentía tanto miedo en esta ciudad. Es cierto que la mayoría de mis escritos hablan de la inseguridad del día a día en Bogotá, y por Dios que no me atrevería a reclamarle a alguien por el hecho de saltarse la fila del Oxxo. Sin embargo, uno se acostumbra a todo en esta vida. Ver cómo el celador de un edificio levanta a patadas a un indigente que duerme en la entrada, no me produce más que asco. Asco por nuestra falta de empatía y en especial por la mía. En una sociedad tan infecta resultamos embadurnados de aquello que más tememos. En mi caso, siendo una persona cobardemente pacífica, me contagié de la apatía del ciudadano de a pie. No por ello siento menos miedo cuando alguien me empuja en el Transmilenio. Tampoco dejo de sentir pavor si camino en la noche por la calle y un par de jóvenes se cruzan en mi camino con la confianza de quien sabe que puede volverte mierda si así lo quisieran. A menos que sea de día y cruces un parque lleno de gente. El sentido común te dice que existen menos posibilidades de que te pase algo malo si es de día y estás rodeado de personas. Pero, el sentido común es, tal y como dice mi tío Daniel, “el menos común de los sentidos”. Con esto quiero decir que, para ser un loco furioso, no hay que tener sentido común. Tampoco hay que estar loco para no tener sentido común. Se puede ser un maniático y al mismo tiempo gozar de sentido práctico para las cosas de la vida. Heinrich Himmler, el llamado “arquitecto del holocausto” en la Alemania Nazi, era conocido por sus dotes organizacionales. No por ello era menos loco o menos genocida; aún y con todo, sentido común o no, Colombia es la dimensión desconocida respecto de la manera apropiada en la que deberían marchar las cosas. Algo como pisar por accidente a un hombre en el bus y que te apuñale por ello, escapa de toda practicidad. Si tienes la naturaleza de un monstruo y no te da nada asesinar a alguien, ¿por qué habrías de hacerlo a plena luz del día y rodeado de personas? A lo mejor piensas que eres tan malvado, que nadie se atrevería a atraparte. O quizás estás harto de matar personas y quieres que te atrapen. Sea como fuere, al tipo que apuñaló en 2022 a un niño de catorce años en la estación Ricaurte de Bogotá, lo atraparon en la siguiente parada y recibió su merecida condena. No es que importe demasiado cuando es a ti a quien asesinan, me refiero a ¿qué puede interesarte que la justicia obre con celeridad después de que te sacaron la vida a golpes? Sacrificar tu vida para demostrar la eficacia del aparato judicial, es una apuesta imbécil que sólo un suicida se atrevería a hacer. Aún y con todo, de llegar a sucederte, te convertirás en un buen ejemplo de aquello que le pasa a la gente como tú cuando anda por el mundo soñando cosas que no dañan a nadie, porque tus insignificantes placeres, como emborracharte con Diana en un restaurante elegante el sábado en la noche, no representa ninguna amenaza para las fuerzas oscuras del mundo; y, sin embargo, alguien a quien no conoces, siente una pasión homicida por tu pobre humanidad. Nada más piensa en el derroche de energía que despide una persona al pretender golpearte. Imagina por un momento que estás en la mente de alguien a quien le produces tal estallido de adrenalina, que no le pesa exponer sus planes frente a una docena de testigos. De entrada, infieres que no se trata de una mente maestra del crimen. A juzgar por lo que dice, de no estar borracho o drogado, debe padecer de un leve retraso mental. O tal vez, escapó de un psiquiátrico. Las posibilidades son infinitas y ciertamente no quieres poner a prueba la buena estrella que te acompaña desde que llegaste a esta ciudad hace seis años.

 

Seis años. Se sienten como toda una vida. Toda una vida en la cual no me han atracado. En un país como Colombia, es toda una hazaña. En ninguno de los continentes en los que he puesto pie, jamás he sido arrebatado de mis pertenencias. Camino con relativa tranquilidad por las calles, porque siento que una persona refleja en el mundo lo que lleva adentro. Si eres un maniático homicida, todo lo que verás en los demás será muerte y destrucción. ¿Qué llevas tú dentro? ¿Qué llevo yo? ¿Qué llevaba el loco que me amenazó en la tarde del viernes? Quisiera decir que me quedé para averiguarlo. De haber sido otra persona, un hombre ungido de heroísmo y valentía, seguramente contaría una historia bastante diferente. O a lo mejor no contaría ninguna, porque vaya uno a conocer las intenciones del loco furioso con quien te insultas en la calle. Afortunadamente, mi cobardía o “sentido común”, hicieron que corriera lejos. No supe ni cómo llegué a la oficina, sin embargo, el portero me dijo que parecía como si llevara al Diablo a cuestas.

 

—No a cuestas —le respondí—, lo dejé en el parque.

 

Tratándose de un viernes en la tarde, no había nadie en la oficina. Por supuesto, lo agradecí, porque el miedo es difícil de ocultar y no quería darle explicaciones a nadie. A Diana sí que debía darle explicaciones y por eso pensé en llamarla, para contarle lo valiente que soy, pero me arrepentí, porque ella siempre sabe cuándo miento, además, por lo menos así sucede en la literatura, siempre que hablas de ti mismo y mientes, se nota. Así que no hice una cosa u otra. Fui al baño y peiné mi pelo con agua. Metí mi camisa dentro del pantalón, vestí la chaqueta de colores chillones del distrito, bebí de un sorbo un pocillo de tinto y me quemé terriblemente la boca, me despedí del portero y salí a enfrentar al mundo una vez más, porque nadie esperará por ti a que dejes de tener miedo. Mucho menos en esta ciudad en donde únicamente los valientes prevalecen, y es justamente por eso, porque quiero “prevalecer” para siempre, que no cruzaré aquel maldito parque otra vez. No me importa dar una vuelta de cuarenta minutos para llegar al trabajo; de hecho, así debiera escalar una montaña todos los días para evitar al orate del viernes en la tarde, lo haría. Y lo haré. Porque este mundo es bastante brutal, pero al mismo tiempo no lo es. El día de hoy, particularmente, no lo es. No es que algo haya cambiado; simplemente hoy es un buen día para que no te saquen la vida a golpes. Desde luego, nunca es un buen momento para que algo semejante pase, pero las nubes de color escarlata en lo alto del cielo me recuerdan que es hora de volver a casa y eso me hace sentir indeciblemente optimista. No puedo prometer que mañana diga lo mismo, pero juro que trataré de recordar mis propias palabras para cuando me haga falta.

 

Y ustedes, los cuatro pelagatos que llegaron hasta el final de este escrito, en verdad espero que se sientan de esta manera el día de hoy. Y si no es así, si están viviendo el peor momento de sus vidas, pierdan cuidado. Un momento es la fracción de algo que todavía está por venir. Que sea bueno o malo, es sólo parte de la experiencia. La experiencia que encierra la posibilidad de que les partan la cara mientras caminan por un parque en la tarde soleada del viernes.

 
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