SENTIRES

Autor:    Julián Silva Puentes

Julián Silva Puentes


VIEJO HIJUEPUTA


 

Vivimos durante 5 años en un edificio colindante a las universidades Javeriana, Piloto y Católica. La mayoría de los inquilinos eran estudiantes de menos de 30 años que se hacían en el balcón con sus vapeadores, escuchando reguetón o música electrónica.

 

Se emparamentaban allí, en sus balcones, en la madrugada de un lunes o de un viernes o de cualquier día de la semana, para que el humo (cuando no usaban vapeador), no se les entrara en el apartamento. Podía escuchar todo lo que decían. Hablaban de una amiga o un de exnovio a la manera de los veinteañeros. Todas son “fáciles” y todos son “perros”. Ese era el consenso general de la gente del balcón. De repente sonaba una canción de despecho y le subían el volumen a la música. Entonces gritaban como si estuviera ocurriendo una tragedia y lloraban. Después reían. Y al final, sin importar el nivel de dolor que expresaran con sus berridos, brindaban a la salud de “ese malparido”.

 

Diana no se volvía loca como yo, porque la mayoría de las veces podía dormir. A mí me bastaba una risa desde el balcón del vecino para quitarme el sueño. Entonces, si eran las 9:01 pm, llamaba a la portería para citarle al celador el artículo del manual de propiedad horizontal que prohibía las fiestas después de esa hora. Esperaba unos minutos a que sonara el citófono en el apartamento de al lado y entonces bajaban la música. Luego escuchaba que alguien me gritaba: “¡Viejo hijueputa!”.

 

Debía darme risa, pero la verdad es que me sentía mal. Recordaba cuando tenía esa edad y tiraba tierra de las matas a las ventanas de quienes se quejaban por el ruido. Siempre se sabe quién es el que llama a la portería. Los celadores lo delatan a uno. También se delata uno mismo cuando es el único de todo un edificio que tiene más de 30 años.

 

Lo de la tierra de las matas sucedió hace 20 años. Hace 20 años no me cansaba tanto. Hace 20 años estudiaba y me emborrachaba mucho, porque no estudiaba demasiado. Bebía más que estudiar y eso era lo bueno de la universidad. Ahora vivo cansado. Me canso porque trabajo de lunes a viernes. También cansa ir a los operativos de sábado en la noche. Cansa mucho leer en el Transmilenio, porque no te queda tiempo de leer en otra aparte. Afortunadamente, el trayecto de dos horas te ayuda a terminar una novela de 500 páginas en una semana. De pie, colgado a los asideros del bus y envidiando a la persona que consiguió tomar un asiento, lees porque no tienes nada más que hacer en dos horas, y también porque la mejor manera que hallaste de bajarte de la pesada rueda de la vida es justamente con la historia que alguien más inventó para ti.

 

Hoy vivimos en un apartamento rodeado de “Viejos hijueputas” que se quejan por la música sin importar la hora. ¡Estoy feliz! Si llegamos el viernes y no estamos tan cansados, preparamos margaritas y pedimos comida. De las 7:00 pm a 9:00 pm, bebemos y a las 9:001 pm, nos estamos durmiendo, porque no aguantamos el trago. Con dos margaritas estamos prendidos y al octavo, después de bajarnos la media de tequila, quedamos como para orinarnos en los pantalones.

 

Es muy agradable y práctico ser tan malo para beber. Por no decir económico. No basta mucho para que nos quedemos dormidos en la mesa después de cantar y bailar, porque beber en el apartamento es mejor que hacerlo en un bar con el miedo a que un taxista te atraque de regreso a casa.

 

 

El gran escritor Ernesto Sábato, autor de “Sobre héroes y tumbas” y “El túnel”, publicó un libro en el año 2000, a la edad de 90, titulado “La resistencia”. En “La resistencia” habla del advenimiento de la tecnología, de la era de la televisión y de la eventual deshumanización de los procedimientos que rigen las economías mundiales.

 

En año 2000 yo tenía escasos 20 años. Recuerdo leer las primeras páginas de “La resistencia” y pensar “Viejo hijueputa”. Lo decía actuando como abogado del diablo en favor de la televisión. Para mí, la televisión ha sido como un segundo hogar. No importa en dónde me encuentre, lo primero que hago al llegar a casa es prender la televisión.

 

Soy una criatura de la televisión. Fui criado por ella. Moldeado por ella. Todas mis referencias culturales se asocian con una película. Con una serie. Ernesto Sábato habló en contra de la televisión y por eso no llegué a la tercera página del libro. Por eso lo llamé “Viejo hijueputa”.

 

Ernesto Sábato debía ser el “Viejo hijueputa” más grande del mundo porque murió de casi 100 años. Debía serlo también porque era un gran escritor. También fue físico (obtuvo un doctorado en ciencias físicas y matemáticas, trabajó en el laboratorio Curie en París y dictó clases en el MIT de Estados Unidos). Fue pintor y escultor. Fue ensayista. Obtuvo el premio Miguel de Cervantes en 1984.

 

Me puedo imaginar a Ernesto Sábato llamando a la portería de su edificio diciéndole al celador que “la gente decente trabaja”, cosa que yo decía con resentimiento por esa juventud a la que no entiendo y en contra de la cual me resisto. Porque mi resistencia va más allá de un vecino ruidoso. Mi resistencia va en contra de la visión colectiva de un mundo que entiende su entorno únicamente través de las pantallas del celular y la falsa realidad que se esconde tras de ellas. Me revelo en contra de la uniformidad de pensamiento, del bioproducto de eficacia y celeridad en que nos hemos convertido.

 

Ya no es la tecnología la que imita al hombre, sino el hombre a la tecnología. Nosotros somos los creadores de las herramientas cuya finalidad es facilitarnos la vida. La idea de Frankenstein, el monstruo que se rebela contra su creador al verse incomprendido, vapuleado y no encuentra otra manera de entender el sinsentido de su vida, es una falacia en esta nueva era. En esta nueva era, Frankenstein es Dios y nosotros, sus creadores, nos convertimos en el tullido que le sirve, el jorobado malvado y estúpido encargado de tirar palancas y empujar bandejas, el ayudante, tan prescindible y reemplazable como cualquier herramienta del laboratorio en donde la abominación de la naturaleza fue creada.

 

Ernesto Sábato escribió “La resistencia” cuando tenía 90 años. Yo no tengo 42 y me siento como un hombre de 90 que grita por la ventana para que “apaguen ese sonsonete”. Es la idea que estoy haciendo de mí mismo y la verdad es que me encanta. Me siento como un alcohólico recuperado que juzga a la gente que bebe. Me siento con la envergadura moral para decirle a las personas cómo deben vivir su vida. Me gusta ese tipo de poder que nadie me ha dado, porque me da la excusa de exigirle al mundo que piense igual que yo. ¿Por qué? ¡Porque soy más viejo y sabio! Porque podré no tener la edad de Sábato, pero uso bata en el apartamento y me asomo por la ventana despeinado y con un pocillo de tinto en la mano gritando “¡dejen descansar!”. También porque prefiero meterme en mis propios asuntos sin comparar mi vida con las fotos que publica alguien a quien no conozco haciendo lo que sea que hacen las personas que prefieren tomarle fotos a una puesta de sol en lugar de apreciarla sin nada que se interponga entre sus ojos y la realidad de la experiencia.

 

Sé lo insensato que suena todo esto justo ahora que acabo de mirar mi celular por veinteava vez en la última hora, porque mi jefe puede escribir en cualquier momento pidiendo alguna nimiedad de carácter urgente. Pero así somos los “Viejos hijueputas”: impacientes, irascibles y aparte de todo, orgullosos. Nos gusta hablar de cuando no había internet y extrañamos el estruendo de una máquina de escribir, a pesar de lo incómodo e impráctico que es cargar una a todas partes. Le gritamos al computador porque se apaga, y nos enfurece ver a la gente en el Transmilenio con el celular pegado a la cara escuchando cosas a todo volumen. ¿Qué me importa a mí que la amante del expresidente de Perú le cante una ridiculez titulada “Mi bebito fiu fiu”, con una canción de Eminem de fondo? ¿En verdad es tan interesante que un cantante de reguetón diga del otro que su música es lo peor que le sucedió a Hispanoamérica desde Pablo Escobar? O tal vez que un tipo de la universidad con quien apenas si crucé palabra, terminó su máster en derecho comercial. En serio, ¿a quién le interesan las vacaciones a Europa de una actriz que actuó en una novela colombiana en 1999?

 

Hay demasiadas cosas para ver, oír y experimentar en la fugacidad de esta vida a la que no le importa el provecho que supimos sacarle. Porque la vida pasa y las cosas desaparecen con ella. Los edificios se vienen abajo por la inclemencia de los elementos. Los carros se detienen de repente y se convierten en chatarra. Y las personas estamos yendo siempre de un lugar a otro con gravísima urgencia sin llegar a ninguna parte, y cuando por fin nos detenemos para tomar aliento, nos convertimos en testigos de la vida de alguien más. Estudiamos fotografías, videos y mensajes de cuatro líneas tan vacíos e inocuos que se hacen “virales”, porque nos ahorran 10 segundos de vida que se pueden emplear investigando qué comió al almuerzo alguien a quien jamás hemos visto.

 

La vacuidad del mundo es lo que me hace ser un “Viejo hijueputa” por excelencia que habla de canciones pasadas de moda y libros que nadie lee. También me gusta decir “todo tiempo pasado fue mejor”, porque en verdad miro con romanticismo un mundo en el que la gente debía inventar cosas para combatir el aburrimiento. El poder de la imaginación estaba al orden del día. ¿Qué otra cosa podíamos hacer cuando se iba la luz en la casa?

 

¿Recuerdan la época del racionamiento de luz? Era el año de 1992 y todos los días, después de las 6:00 pm por mandato del gobierno nacional, las empresas de energía de cada ciudad cortaban el servicio de luz.

 

En mi casa aprovechábamos para contar historias de miedo después de la cena. También leíamos a la luz de las velas. Mi madre y mis hermanas jugaban escalera y yo dibujaba.  No se escuchaban carros en la calle. Si llovía y hacía frío, derretíamos malvaviscos en el fogón de la estufa. Y hablábamos y hablábamos hasta que nos daba sueño a eso de las 10:00 pm. Entonces nos despedíamos y debíamos enfrentarnos a nuestros propios pensamientos hasta dormirnos. Sin nadie que nos diera consejos de finanzas en el celular. Sin una mujer con la cara tatuada que hablara de su vida sexual mientras se maquilla. Sin presentadoras de televisión desempleadas que filman a sus hijos haciendo cabriolas. Sin escuchar de la ruptura amorosa de algún influencer a quien este mundo le da demasiado sin exigir nada, pero en verdad nada de nada, a cambio. Sin videos de gatos aruñando a sus dueños. Sin actrices de mediana edad hablando de su cuenta en Only fans como un feliz vuelco en su carrera.

 

Hace algunos años, en los días de “todo tiempo pasado fue mejor”, a las personas que les gustaba enterarse de las vidas ajenas, se les llama también “Viejos y viejas hijueputas”. Siempre había una vieja chismosa en cada barrio. Se asomaba en los enormes ventanales de las casas solariegas y tomaba nota de todo lo que veía y escuchaba.

 

A esa “Vieja hijueputa”, todo el mundo la odiaba. Invadir la privacidad de una persona y hablarle a alguien más al respecto, era un insulto imperdonable. Ahora invitamos a las personas a que entren en nuestras vidas y opinen. Publicamos los eventos más íntimos, más vergonzosos, y esperamos que nos feliciten por ello. De hecho, las grandes marcas pagan buenas sumas de dinero a quien publica los detalles de su vida y tiene miles de “Viejas hijueputas” comentando al respecto. Devoramos ese material con tan sólo dar click en una pestaña y tomamos partido por el drama de una persona. De una familia. De una ruptura amorosa.

 

No sobra decir que el “Viejo hijueputa” que me precio de ser, es totalmente diferente del otro, el de la vieja chismosa que se asoma en el balcón de su casa. Mi clase de Viejo, del que hablo en este escrito, está en vía de extinción. No me refiero al hecho de llamar a la portería para quejarse del ruido. Ese es un tema de lógica convivencia sin fecha de expiración. Me refiero al cretino de mi estilo que se queja porque el mundo no es lo que esperaba. A ese tipo se le debe tener lástima, porque su incapacidad para lidiar con el cambio es un problema existencial. Así que ténganle paciencia al “Viejo hijueputa” que de seguro habita en cada familia, y hagan caso omiso cuando les exija que salgan al mundo y lo experimenten todo con sus propios ojos. De verdad, ignoren a ese viejo, porque en 10 años estas palabras serán tan obsoletas como las lámparas en keroseno, el linotipo, el telégrafo, el fax, los libros impresos y los artistas que solían contar historias larguísimas con pesadas, engorrosas e imposibles de transportar máquinas de escribir.

 
Otros Sentires del Autor:

Obras del Autor: