Estoy nervioso y lejos de casa. Empuño mi saxofón. Mi corazón se torna veloz; creo que es normal en estas situaciones; pero, bueno, es lo que me gusta hacer. El telón negro que está ahí: inerte, frívolo, oscuro, me separa del público. De pronto escucho un timbre que nos avisa el segundo llamado para empezar el concierto. Miro hacia un lado y hacia otro buscando a mis compañeros; están ahí, ríen y bromean, aunque en sus rostros puedo percibir que están sintiendo lo mismo que yo, y me pregunto: “¿Cómo vine a parar hasta aquí?”. Y, entonces, como un rayo, empiezo a desempolvar en mi memoria aquellos ingenuos días en el Colegio INEM de Montería, cuando con esa vitalidad propia de la niñez me sentí atraído por un imán dorado: el saxofón. Sucedió cuando, en un ensayo, le pregunté al maestro Tobías con voz temblorosa:
—¿Puedo?
Él, un poco incrédulo y perturbado por los sonidos ensordecedores de trompetas y trombones, me hizo la pregunta:
—¿Y de dónde saliste tú?
Tímidamente le contesté:
—De aquí.
—¿Y qué sabes tú de música?
—Yo estudié flauta y piano con el maestro Pacho.
Me miró nuevamente y expresó:
—¡Ah, bien!
Con toda la paciencia y dedicación, con esa vocación de maestro, me explicó:
—Tómalo así, suénalo; no, no; así, eso, eso.
Me entregó un papel casi desecho, con cicatrices, sobreviviente, quizás, de mil manos y de tercas y buenas batallas.
—Esta es tu primera melodía, luego vengo a escucharte.
Lo miré, su título: “La mona Carolina”. Pensé: “¡Porro, es lo mío, lo he escuchado!”. Entonces, entre sonidos malogrados y aullidos, comencé a tocarlo.
—¡Lo toqué! —exclamé.
Desde ese momento empezó mi idilio con mi música, mi música sinuana y Caribe, que la llevo en el alma. Comencé a entenderla, a cuidarla como a un tesoro, porque entre más la oía y la tocaba, ratificaba de dónde venía y hacia donde debía atracar mis sueños.
Nuevamente, se escucha ese murmullo de conversaciones polifónicas del otro lado del telón, y pienso: “Estoy seguro de que lo que les traemos les gustará, no tengo dudas”.
¿En qué iba? ¡Ah, ya! Seguí estudiando, enseñando, andando, disfrutando la música, el saxofón, que es parte de mí. Y entre más ando, apreciando siempre los sonidos de este vibrante planeta, más me convenzo de que estamos hechos de cultura, que es nuestra esencia; y agradezco a la vida, a Dios, la oportunidad que me dio de cultivar la música de una de las regiones más bellas, de una esquina que es más que geografía, que es canto y poesía.
Estoy aquí, nervioso, sudoroso, porque la responsabilidad de representar la cultura de mi tierra requiere de seriedad, entrega, pasión. Me falta mucho, tal vez se me acabe la vida intentando perfeccionar mi arte, pero vale la pena.
Miro el reloj, se nos acabaron los cinco minutos. Suena el último timbre. Mis compañeros, mis hermanos, están a mi lado. Nos tomamos de la mano. Todos sabemos qué es lo que nos corresponde hacer. Han sido no sé cuántas horas de ensayo.
Nuestra recompensa va más allá de lo material, lo nuestro es sublime…
Levantan lentamente el telón. El murmullo se opaca poco a poco, ya no se escucha. Los miro, ellos están ahí por nosotros, por lo que somos. Ahora, solo debo concentrarme en dar lo mejor. Tomamos, al unísono, una bocanada de aire, y ocurre el milagro, todo se hace música.