SENTIRES

Autor:    Julián Silva Puentes

Julián Silva Puentes


ÓMICRON


 

—Si hubiera sabido que nos pondríamos así de mal, no habríamos ido a esa fiesta —le dije a Diana el día de ayer cuando sentí que me iba a desmayar en la cama.

Antes de la Ómicron, no creía que fuera posible desmayarse mientras se está sentado en una superficie estable. Hoy no sé qué creer, porque juro que ayer me desmayé en la cama cuando miraba la televisión. También me sucedió mientras trabajaba en el computador el domingo y en la ducha estuvo a punto de pasarme. Allá sí que no estaba sentado y de seguro hubiera sido muy doloroso. Pero no me caí porque me senté antes de que se me fueran las luces.

Hoy no es el día de los desmayos porque hoy le tocó el turno al Vértigo. Curiosamente, el Vértigo me mantiene alerta y por eso nunca me toma desprevenido para tumbarme al piso. Si me levanto de la cama y temo irme de bruces, me arrastro con la espalda contra la pared hasta llegar a mi destino, en donde tomo el lugar del cual no me voy a levantar en todo el día porque los giros del Vértigo adentro de mi cabeza son bastante molestos. Entonces permanezco en el mismo sitio mirando un punto fijo durante todo el día hasta que siento que es seguro levantarme una vez más.

El Vértigo de hoy no es como el que me da normalmente. El vértigo de hoy tiene que ver con aquella maravilla de la naturaleza, la variante del Covid 19 llamada Ómicron que tantas sorpresas le ha dado a la humanidad justo cuando creíamos que empezábamos a salir de esta. El Vértigo de hoy viene potenciado con diez días de fiebre, pesadez en el pecho, un cansancio que no imaginaba pudiera sentirse antes de padecer semejante horror, ardor en los ojos y las pesadillas más vívidas que jamás experimenté. Aquella sensación de ahogo tan parecida a la apnea del sueño, va acompañada de algún suceso terrible en el momento más onírico de la noche. Entonces cree uno que se está ahogando en una avalancha de tierra y brinca en la cama.

—¿Estás bien? —me preguntó Diana.

—Creí que me estaba ahogando —le respondí sintiendo cómo mi pecho subía y bajaba tratando de recordar lo que es respirar de manera normal.

En realidad no estoy nada mal si me comparo con las víctimas fatales del Covid 19. Mi amigo Ricardo murió el año pasado así como también dos compañeros de mi antiguo trabajo. Todos ellos de menos de 40, se fueron sin decir adiós, porque la muerte llega sin avisar. El Covid sí que lleva avisándonos casi 24 meses y parece que va a seguir un buen rato. ¿Lo sabrían ellos? Mi amigo Ricardo y los miles de personas que siguieron sus pasos no debían saber que 2020 y 2021 sería su último año. Y es que eso es lo peor de todo: no saber. No saber lo que nos espera cuando damos el abrazo de año nuevo y nos deseamos todo tipo de cosas hermosas para el futuro.

Ahora llegó el momento de hacer una confesión vergonzosa: la primera vez que escuché el nombre Ómicron, pensé que se trataba de uno de los villanos de la nueva película del Hombre Araña de la que se habla tanto. Como hace tantísimo tiempo dejé de mirar películas de Superhéroes, no le presté atención al asunto y seguí haciendo mi vida. Después fue evidente que se trataba de una nueva variante del Covid y me guardé de hacer preguntas estúpidas. En todo caso, poca importancia le di al asunto, porque después de 2 años de pandemia no me había sentido enfermo. El año pasado salí positivo, pero no padecí mayor cosa. Entonces pensé que estaba por encima de la gente que se tumba en la cama por 15 días a pasar la convalecencia. O por encima de la gente que pierde la vida.

Mi amigo el Vértigo despertó esta mañana conmigo. A falta de un despertador, el Vértigo me avisa del nuevo día sacudiéndome violentamente la cabeza. No hablo de manera literal, entiéndase bien, porque el Vértigo no existe en la medida en que Diana existe o el gato de la casa existe. Sin embargo, según lo siento yo, el Vértigo, más que una mala condición del oído interno, es una entidad capaz de hacerse de mi ánimo, de mis energías y de mi capacidad para hacer y decir cosas. Por eso escribo al Vértigo con V larga, como si fuera un nombre propio, porque más que una condición de salud es una criatura que me sigue a todos lados sin importar cuán rápido corra.

Ahora bien, gracias a mi nuevo amiga Ómicron, el Vértigo triplicó sus poderes hasta el punto en que me dan ganas de llorar por lo mareado que me siento. Y es que sentado, acostado o parado de manos, el mundo lleva dándome vueltas tres días con sus tres noches. Curiosamente, puedo trabajar mejor que de costumbre, bueno, de costumbre no porque es la primera vez en mi vida que Ómicron me visita. La semana pasada me mantuve con una fiebre de 39 grados que casi me impide trabajar. Digo “casi”, porque la modalidad de empleo que tengo no me permite convalecencias ni descansos ni nada que le reste horas a mis obligaciones contractuales. Soy un contratista de prestación de servicios, es lo que intento decir, y tal como los esclavos de antaño, no tengo horario de trabajo porque todas las horas son laborales así sea domingo, lunes o se padezca de Ómicron.

Eso es algo positivo que tiene el Vértigo: te ayuda a concentrarte mejor. La semana pasada tuve tanta fiebre que apenas si logré responder una docena de requerimientos. En todo caso, a pesar de que no paraba de cabecear en el teclado, fui un buen esclavo porque cumplí con mi deber a pesar del grandísimo malestar que me aquejaba. Llegué al punto en que empecé a escribir esto, cosa que no creí posible en semejantes condiciones.

—¡Acuéstate en la cama! —me pidió Diana al verme babeando frente al computador.

—¿Y qué hay de mi nuevo contrato? —le respondí zanjando el asunto.

Lo que intenté decirle a Diana, y ella por supuesto lo entendió, fue que mi contrato acaba en estos días y lógicamente necesito que me den uno nuevo, por ello debo trabajar con mayor ahínco, porque un paso en falso y la Administración decidirá que alguien más entregado puede trabajar más y mejor. Incluso enfermo se debe trabajar, porque las cosas allá afuera no están nada fáciles y pobres diablos capaces de hacer lo que sea con tal de no morir de hambre, es lo que sobra.

No sobra decir que yo soy uno de esos pobres diablos porque sé lo que es permanecer un año desempleado. Despertar en la mañana y enviar hojas de vidas a 20 páginas de búsqueda de trabajo es el camino más rápido a una crisis existencial. Llegas al punto de cuestionar tu vida y todas tus decisiones, porque no tienes dinero para comprar un paquete de papas ni mucho menos para el arriendo. Entonces dependes de las circunstancias para sobrevivir y, en un país como Colombia, las circunstancias muy rara vez son favorables.

Por eso trabajo con o sin Ómicron y Diana también. También ella está enferma, pero no puede parar de producir. Ambos nos miramos para darnos ánimo, pero estamos tan pálidos y tenemos los ojos tan hundidos en el fondo de las cuencas, que preferimos hacer como si todo lo que estuviera sucediendo fuera muy divertido y sonreímos no sin antes comentar el clima afuera de nuestra ventana.

—Ya está volviendo el frío —le digo como por decir algo.

—¿Ah?

—El frío —le repito—. Parece que ya volvió el frío.

—Ah, sí. Tengo los pies helados —responde.

Seguimos cada cual con lo suyo, yo frente a la ventana del cuarto que da a la calle y Diana en el comedor. Cada uno tiene su puesto de trabajo así como también su malestar. Yo tengo fiebre y Vértigo y Diana siente que el pecho le pesa 80 kilos. También ella tiene fiebre, pero le da menos tembladera que a mí. Sin embargo, ambos temblamos: yo de frío y ella de calor.

—Siento como si tuviera un pedazo de sol pegado a la espalda —me dice Diana.

—Yo en cambio tengo las manos y los pies helados como un hielo.

Sonreímos porque los opuestos se atraen y definitivamente nosotros nos atraemos tanto en la “enfermedad como en la salud”. Estos diez días definitivamente han sido de enfermedad, porque la Ómicron no perdona la más noble de las intenciones. Desde luego que nosotros no somos más nobles que el más noble de los hombres, ni más malos que el peor de los villanos. Somos un par de criaturas tratando de hacer lo mejor que pueden con lo que se les dio. A mí se me dio tener una imaginación fecunda para vivir en las nubes y a Diana el tipo de inteligencia que lleva a una persona a la presidencia de la República. En todo caso, por más presidenciales que tengamos las ambiciones, en este momento es casi imposible hacer algo diferente a trabajar con las pocas energías que tenemos; permanecemos frente al computador quejándonos y durmiéndonos a ratos sobre el teclado, eso podemos hacer. También tomamos mucho tinto para recuperar la actividad a pesar de que el olor del tinto me produce náuseas ahora. Eso es algo nuevo: la constante sensación de náusea respecto de algunas comidas y bebidas que antes me gustaban mucho.

Por eso estoy escribiendo, porque justo acabo de reprimir las ganas de vomitar después de un buen sorbo de tinto y me dedico a poner una palabra después de la otra hasta que milagrosamente tienen sentido. O eso me imagino. En realidad no tengo energías para releer lo que según mi febril humanidad es un gran escrito. ¿Lo será? ¿Habré plasmado el miedo de quedarme sin respiración en la noche y resultar en el hospital justo como tantísimas personas en el mundo? No lo creo. Hoy me siento mucho mejor que ayer e incluso más optimista, porque se puede ser un pobretón sin prospectos ni futuro un día y al otro la vida te sonríe y te ganaste la lotería. O te llevaste el Pulitzer sin saber cómo ni por qué. Todo es posible desde que podamos respirar y contemos con la capacidad de hacer y decir cosas en este mundo tan grande nuestro. Es lo que diría mi buen amigo Ricardo. Y eso es lo que digo yo ahora.

 
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