Las diablas, convertidas en termitas,
son devoradoras silenciosas,
que se ocultan para saciar sus bajos instintos.
—Ay de nosotros que no tenemos ojos —dijo el poeta—,
ay de ellas que, al carecer de estómago,
toman y digieren el excremento de otros,
porque su papel
es trabajar en la oscuridad.
Cuando se sienten acorraladas,
y no tienen a quién dañar,
sus blancos terminan agotándose,
se acaban sus argumentos.
Forman nidos subterráneos
o epífitos de gran tamaño
para roer su propia casa.
No se sacian con nada,
planean el mal que les produce su propia adrenalina,
y si no encuentran víctimas,
se pierden en intentos fallidos, absurdos.
Quedan disminuidas y no atinan,
no tienen herramientas para destruir.
A esos insectos neópteros eusociales,
emparentados con las cucarachas,
los hemos eliminado
con diesel y ácido bórico,
y cloro,
pisándolos para convertirlos
en cadáveres.