SENTIRES

Autor:    Julián Silva Puentes

Julián Silva Puentes


MÍSTER ROGERS


 

Confieso que después de ver la película A beautiful Day in the Neighborhood, protagonizada por Tom Hanks, quise ser más como Míster Rogers y menos como yo mismo. Quise interesarme en las personas de todas las razas y religiones y decirles en la cara lo que necesitan escuchar para ayudarles a salir de una de esas malas rachas que parecieran no van a terminar jamás. Quise caminar por la calle y decir “¿cómo estás, amigo?” a un extraño, para ofrecerle una sonrisa y tal vez la respuesta a todos sus problemas sin esperar nada a cambio, ni siquiera uno de esos insultos tan recurrentes en esta ciudad llena de alaridos, lluvia y frío que es Bogotá.

 

El escritor Tom Junod nos cuenta en su artículo Can you say hero (Esquire magazine, 01 de noviembre de 1998), sobre el cual se basó la película A beautiful Day in the Neighborhood, que en cierta ocasión Míster Rogers visitó a un fan de su show, un niño con parálisis cerebral, y ante la sorpresa del niño, Míster Rogers le pidió que rezara por él. A partir de ese momento, el niño, quien antes de conocer a Míster Rogers le decía a su madre lo mucho que deseaba morirse, mantuvo a Míster Rogers en sus plegarias y dejó de hablar de la muerte, porque pensaba que si Míster Rogers quería a un niño, Dios debía quererlo a él también.

 

El show de Míster Rogers Neighborhood se transmitió desde 1968 hasta 2001 en USA.

 

En esta parte de América en donde vivo a principios de los 90 había un programa de televisión peruano para niños protagonizado por modelos en shorts y botas rodilleras que bailaban al ritmo de una canción acerca de nubes, haces de luz y cometas. También había un show en donde un hombre adulto hablaba con voz de niño y otro de un payaso bastante triste llamado Mickey el payaso; el primero era mexicano, el segundo, colombiano.

 

Al igual que Mickey el payaso, también yo soy colombiano. Tengo 40 años de edad y hace mucho dejé de ser un niño.

 

Hace muchos años, cuando no había dejado de ser niño, veía en la televisión al hombre con voz de niño y al payaso triste también. A las presentadoras peruanas las veía de muy buena gana, porque eran hermosas y vestían shorts y botas rodilleras.

 

Los sábados encendía el televisor temprano en la mañana en el cuarto de mi madre y allí estaban ellas. “Todo estará bien”, decían. Y entonces todo estaba bien. Ellas sonreían, saltaban, ponían dibujos animados y seguían cantando. “Todo está bien mamá”, le decía yo a mi madre cada vez que la veía triste.

 

Después de algún tiempo no todo estuvo bien para una de las chicas peruanas de la TV.  Cierto sábado en la mañana, la más hermosa de ellas, con sus 21, puso un revólver en su cabeza y disparó.

 

Hay pocas risas que significan lo que se supone debe significar una sonrisa. Sonreírle al pobre diablo a quien le vas a quitar la casa porque no puede pagar las cuotas de su crédito hipotecario, no es cosa de risa. Hace algunos años, cuando trabajaba de cobrador para cierto banco, debía sonreír porque a veces es mejor que llorar. También sonreía porque el banco me lo exigía.

 

“Señora, debo informarle que de no pagar esta semana, el banco le va a rematar la casa”, decía una versión muy sonriente de mí mismo.

 

Podía sonreír incluso cuando amenazaban con echarme al perro de la casa. Podía sonreír cuando me suplicaban que les diera más tiempo para pagar lo que no tenían, y podía sonreír cuando insultaban a mi madre y me deseaban una vida llena de terrores en el infierno.

 

“¡Espero que tenga una casa grande y lujosa algún día con una mujer bella y unos hijos saludables y hermosos —me dijo un hombre en cierta ocasión—, ¡para que pueda prenderle candela con todos ustedes dentro!”.

 

Salía del trabajo y me iba al bar de la esquina de mi casa. Le contaba al barman los detalles de mi día, y después de cuatro tequilas y los ojos en la nuca, olvidaba que había querido llorar en lugar de sonreír.

 

—Es lo que es —me decía el barman.

 

—Alguien debe hacerlo —le respondía yo aferrándome a la barra para no caerme de la silla.

 

Cuando tienes 28 años de edad no te importa lo que suceda con el mundo siempre y cuando te dejen tranquilo. Debí convencerme muchas veces de que lo que hacía estaba bien porque “alguien debía hacerlo”. En el mundo de la abogacía, los malos no lo son tanto cuando cometen las canalladas más aborrecibles amparados por la ley. La ley del que tiene y la falta de ley del que no tiene.

 

Hace algunos años, cuando no tenía la edad que tengo ahora y perdí mi trabajo en el banco de las sonrisas y las casas rematadas, pasé una de esas malas rachas que pareciera no van a terminar jamás. Cada día abría los ojos y me preguntaba qué sería de mi vida. Miraba al techo y me repetía en la soledad de una mañana sin prospectos “esto pasará”.

 

En la calle veía a los pobres diablos que pedían dinero con sus ropas hechas jirones, y les sonreía porque no tenía otra cosa para darles. Tampoco yo contaba con dinero en los bolsillos, pero al menos tenía mi sonrisa que no cuesta un centavo. Entonces les sonreía. Y les sonreía porque no tenía nada más para darles.

 

En el artículo de Tom Junod, Tom nos cuenta que cierto día Míster Rogers tomó el metro en Nueva York. A pesar de que todos los pasajeros lo reconocieron, nadie se acercó a pedirle un autógrafo. Cantaron. Eso hicieron todos. Cantaron la canción, tanto niños como adultos, de su programa de 30 años de antigüedad a coro. Cantaron “It’s a beautiful day in this neighborhood, a beautiful day for a neighborhood. ¿Would you be mine?...”.

 

Tal vez si la presentadora de televisión peruana hubiera estado en ese metro, se habría puesto a cantar en lugar de pensar en las razones por las cuales debía terminar con su vida sin haber empezado a vivirla.

 

Hace muchos años, cuando no tenía la edad que tengo ahora y la pasé verdaderamente mal, aprendí que todo en esta vida es transitorio. Un día le dices a una persona que le quitarás su casa y al otro pierdes medios para pagar la tuya.

 

La presentadora peruana tenía 21 cuando se suicidó y yo tenía 10 cuando lo supe. Esa mañana, al escuchar la noticia, juro que dejé de ser niño. Algunos años atrás, uno de mis tíos cobró su propia vida a los 22 años, casi la misma edad que ella tenía. Yo tenía 4 años y apenas si lo recuerdo.

 

No recuerdo a mi tío suicida, pero sí recuerdo al mayor de sus hermanos gritando en la casa de mi abuela. Una cosa semejante no se olvida sin importar qué tan pequeño seas para comprenderlo. “¡Dios mío, por qué!”, decía mi madre. Eso es lo poco que recuerdo. “¡Dios mío, por qué lo hiciste!”, repetía mi madre una y otra vez en la soledad de su silencio.

 

Mi tío tenía 22 años de edad cuando se disparó en la cabeza a la manera de la presentadora peruana. Debía tener una de esas rachas que parece no van a terminar jamás. Quisiera haber tenido edad suficiente para decirle a mi tío y a la presentadora que también eso pasaría. Nada es para siempre, ni la suerte ni la mala fortuna; las cosas simplemente son así porque no podrían ser de otra manera.

 

Ahora que dejé de ser niño, me pregunto si no serían ellos mismos unos niños asustadizos cuando se despidieron de esta vida. Tener 21 o 22 años no te exime de tener miedo de la noche y de ser incapaz de encontrar tu lugar en el mundo.

 

Tom Junod nos dice que Míster Rogers sabía lo difícil que es ser niño porque él lo fue alguna vez. Nos dice también que la compasión es algo que debe practicarse todos los días con la disciplina de un atleta olímpico.

 

—Fue muy inteligente pedirle al niño con parálisis cerebral que rezara por usted —le dijo Tom Junod a Míster Rogers—, porque así logró que dejara de pensar en su difícil situación para pensar en alguien que no fuera él mismo.

 

—No fue por eso que le pedí al niño que rezara por mí —respondió Míster Rogers.

 

—¿Entonces por qué lo hizo?

 

—Para que le hable a Dios de mí —respondió Míster Rogers. Y añadió—: Alguien con tantos obstáculos por superar en esta vida debe encontrarse muy cerca de él.

 

Debe ser agradable creer que existe algo o alguien más grande que todos nuestros problemas juntos, y que además se encuentra dispuesto a recibirnos con los brazos abiertos sin importar las cosas aborrecibles que hemos hecho en nuestra vida; o simplemente para ayudarnos a entender que nuestros problemas no son más grandes que las circunstancias que los crearon. Todo pasará, esa es la verdad. Tanto lo malo como lo bueno.

 

Si pudiéramos tener un poco de compasión por nosotros mismos y por aquellos que la están pasando realmente mal, tal vez podríamos ser un poco más como Míster Rogers que como nosotros mismos en nuestros peores momentos.

 

So let’s make the most of this beautiful day, since we´re together, we migth as well say ¿would you be mine, could you be mine? ¿Won´t you be my neighbor?”. Confieso que llevo tarareando esa canción desde que vi la película hace dos semanas. Desde entonces he pensado mucho en mi tío, en la presentadora de televisión peruana y en lo difícil que es practicar la compasión cuando estás en la cima y tu sentido de la empatía se encuentra en su punto más bajo. Es extraño, pero cuando más he sentido el dolor ajeno, ha sido cuando mi vida se encontraba en su peor momento. Podía ver a uno de esos fantasmas de la calle y sonreírle sin juzgar las razones por las cuales terminó allí. Cualquiera de nosotros puede terminar allí. Sólo basta con doblar por la calle equivocada una sola vez para que tus circunstancias se vayan cuesta abajo contigo delante.

 
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