SENTIRES

Autor:    Enrique Morales Guerrero

Enrique Morales Guerrero


QUIMERAS


 

Mi madre tiene noventa y dos años y mi padre noventa y ocho, están sentados en sus mecedoras de siempre, sus rostros libres respirando el aire puro de la mañana, escuchan y entienden todo perfectamente, se puede charlar con ellos sobre cualquier asunto de la vida; condición que aprovechábamos para seguir aprendiendo de sus sabios consejos.

 

El sol empezaba a soltar sus primeros rayos de luz, matizados con los cantos de los pájaros que saltaban alegres entre el follaje de los árboles y las matas del jardín. En el fondo del patio, vi a mi hijo varón mayor, quien, a veces, se ausentaba por algún tiempo de la casa sin darnos razones del motivo de su ausencia; lo importante era que estaba ahí acompañándonos de nuevo, yo me sentí contento por su regreso a pesar de la incertidumbre sobre su próximo viaje a cualquier lugar y en cualquier tiempo indeterminados. Lo acompañaba mi hermano mayor, sí, era él, mi hermano mayor, a pesar de que también llevaba largo tiempo ausente, sin ninguna noticia de su vida; era él, aunque su apariencia se veía un poco borrosa, tal vez por efecto del velo de la mañana que aún persistía. Estaban sembrando algunos granos de maíz y trocitos de tallos de yuca aprovechando el regreso de las primeras lluvias de abril. Otro de mis hermanos agradaba a mi madre cuidando su jardín, podaba y acicalaba las matas de bonche, de rosas, entre otras apreciadas por ella en ese lugar donde recreaba su espíritu y por el que tantas veces caminó plena de esperanzas contemplando las flores.

 

Algunas partes de la casa presentaban ciertos cambios, como el sitio donde mis padres están, pero conservaban varios detalles de la vieja estructura, por lo que se vivía el ambiente familiar de tantos años. Los viejos hablaban entre ellos, pero ahora no podía captar con claridad lo que se decían, que, a juzgar por el aspecto de sus caras, se trataba de cosas agradables. Miré al fondo del patio, en el espacio que hacía de pequeño huerto, no vi a mi hermano ni a mi hijo, tal vez, pensé, se internaron en el monte a buscar algunas ahuyamas y batatas para el desayuno. En segundos, aparecieron dos hombres de apariencia extraña pero, por la manera de andar en el espacio de la casa, se me hicieron familiares, uno de ellos se nos acercó, dijo algo acompañando sus palabras con algunos gestos y desapareció en un instante; el otro entró a la pieza contigua al sitio donde estábamos, pero no apareció como esperaba, por lo que me quedé sin saber qué le ocurrió y de quién se trataba.

 

Quedé muy confundido por lo que estaba presenciando, revisé el lugar donde el segundo hombre desapareció, después caminé rápido, casi corriendo, hacía donde estaban mi hermano y mi hijo; ahí permanecían sus huellas sobre la tierra recién arada. La mañana radiante empezó a opacarse bajo un gran manto grisáceo y tibio que muy pronto se convirtió en un fuerte viento huracanado, “es el sueste”, gritó alguien en la calle del oriente. Me aferré con fuerza a un centenario chitú, en cuestión de segundos la violencia del viento dejó todo aplanado con excepción de algunos árboles robustos, que soportaron los embates de la naturaleza como el que me sirvió de salvación. De inmediato, regresé al sitio donde estaban mis padres, hallé las mecedoras vacías; me sentí solo y extraño en la casa de mi infancia. Me dirigí a la puerta de la entrada principal, en la terraza estaban sentadas varias personas que, al verme, se mostraron indiferentes; entonces, cerré los ojos con fuerza y, al abrirlos, me sorprendió en mi cama la luz del día.

 

Experimenté la tristeza que acompaña el reconocer lo ilusorio de las realidades agradables vividas cuando dormimos; pero, sentí profunda alegría al haber tenido la oportunidad, tantas veces como ahora, de ver a mis seres queridos que ya no están, aunque sólo sea en mis quimeras.

 
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