Las gotas de lluvia se hacen más grandes e intensas.
La madre mira al cielo con su ser hirviendo, a su lado sus tres hijos.
A pesar de la espesa maleza deben procurar no moverse. En la colina siguen vigilantes las bestias.
Ya no se escuchan los gritos y los llantos.
El incendio es aplacado por el agua.
Muisca respira agitado, sus ojos están rojos de la rabia. Su madre lo abraza, tratando de calmarlo.
—¿Qué hicimos?
—Nada, hijo, tranquilo.
Los criminales sacan del pueblo a patadas al Cacique. Le gritan. Lo acuestan sobre el fango y lo cortan, y lo cortan, y lo cortan. Él, valiente, los mira firme. Mira con amor a su familia. Arruga el rostro de dolor, pero toda la fuerza en su espíritu. Le gritan más duro.
—¿Qué quieren? —pregunta Zenú.
—Oro —le responde Muisca—, eso nos dijo el traidor que llegó con ellos.
—¡Todo esto por el oro! —expresa con todo el dolor Quimbaya— ¿Lo comen?
—No sé.
—Qué raro —dice Zenú.
—Sí, qué raro.
Caen las lágrimas en silencio. Ahogo.
El Cacique siente la tierra, cierra los ojos. Vuela el águila.
Ha cesado la lluvia.
La madre les indica a sus hijos que silencio.
—Cerremos los ojos y pensemos en algo bonito.
Se acerca uno de los asesinos con su espada cortando lo que encuentra a su paso.
Recuerdan los juegos en los campos, los divertidos momentos en el río, la música, los bailes, las celebraciones, las risas, las historias de los abuelos, la familia, el maíz creciendo.
Tira un espadazo que pasa muy cerca.
A lo lejos los ven partir con su salvaje andar. Llevan contra su voluntad a varios de la familia.
Lloran desconsolados, la madre llora a su amado que ya no está, y los niños lloran a su padre que ya no está, y lloran a sus abuelos, su familia, su pueblo.
—Mamá, ¿y ahora?
—Ahora estamos aquí, y seguiremos aquí.
—¿Y si regresan?
—Regresarán… pero el mal no dura para siempre.
—Pero, mamá, son muy fuertes.
—Somos más fuertes.
Quimbaya saca un cuchillo y lo aprieta en su puño.
—No, hijo.
Se abrazan.
Se levantan, caminan, avanzan, viven.