SENTIRES

Autor:    Julián Silva Puentes

Julián Silva Puentes


TODO ESTÁ ILUMINADO


 

Llevamos dos días sin luz porque se nos olvidó pagar el recibo. Sucedió hace dos noches, cuando llegamos del trabajo y nos encontramos con las luces que no encendían y el agua de la ducha tan fría como el granizo de Bogotá.

 

—Escuché que a veces tardan una semana en reconectar el servicio —me dijo Diana con el peso de las 12 horas de trabajo que llevamos desde que salimos de casa en la mañana.

 

—Pagaremos a primera hora y solucionado el asunto —le dije aún a sabiendas del largo y penoso trámite que se debe hacer para que la compañía de luz reconecte el servicio.

 

—Haremos de cuenta que somos como Hemingway y su esposa cuando vivían en el París de la década de los 20’s —me responde Diana tratando de tomar lo mejor de la situación.

 

Diana, quien justamente se encuentra leyendo “París era una fiesta” de Ernest Hemingway, está flotando de ensoñación y romanticismo con los artistas que vivieron en Francia durante la década que le siguió a la primera guerra mundial, y mi imaginación, cuya voluntad ha dejado de ser mía desde hace muchísimo tiempo, necesita poco para largarse muy lejos del lugar en donde se encuentra, especialmente si alguien menciona el París de Hemingway, Fitzgerald y Pound.

 

El París de Hemingway y Fitzgerald dejó de existir hace más de 100 años, tiempo en el que podías olvidarte de tu trabajo hasta que salías de casa al día siguiente y volvías al ruedo. “Otro día de trabajo es otro día para pagar las cuentas”, solía decir la gente cuando podía liberarse de sus obligaciones, al menos en la noche, en la noche que se hizo para descansar.

 

“La noche se hizo para descansar”, decía mi abuela que en paz descanse. Antes de que mi abuela se fuera de este mundo para descansar por siempre, la gente no se trasnochaba mirando videos de personas imitando en voz en off a una pobre imbécil que no puede pronunciar la palabra “potasio”. Tampoco habían presentadoras de televisión sin mayores preocupaciones en el mundo salvo las de publicar videos de sus hijos comiendo, hablando, bailando, jugando, mirando la televisión y hasta incluso, lo que es un poco macabro para mí, durmiendo.

 

—¡Publican videos de sus hijos durmiendo! —le digo a Diana.

 

—El mundo está lleno de pervertidos —responde ella con toda razón.

 

—Podría acostumbrarme a esto —le respondo sin venir al caso, pero sintiendo que no sería malo vivir una semana sin luz eléctrica.

 

—No vamos a dejar de pagar los recibos para que podamos leer en la cama a la luz de las velas.

 

—Podríamos encontrarnos en cualquier época diferente a esta —le digo.

 

—¿Qué tiene de malo esta época?

 

—Demasiado ruido —respondo—, y demasiadas distracciones también.

 

Claro que pienso lo contrario a la mañana siguiente, cuando debemos calentar agua en las ollas de la pasta (nuestra cocina funciona a gas) para bañarnos. Allí agachado en la ducha, con una tacita que me sirve para verter agua caliente sobre mi cabeza, recuerdo uno de esos pueblos en Myanmar en donde no hay duchas y la gente se baña así como debemos hacer nosotros ahora. También van al baño sentados sobre sus muslos con el culo en el aire, porque allí no existen los inodoros sino un hueco en el piso y una cubeta con agua para limpiarse.

 

—Aún sigo pensando que todo tiempo pasado es mejor —le digo a Diana, quien me mira sabiendo que tengo tanto de aventurero como ella de querer ir al baño en unos de esos huecos de Myanmar.

 

Hace algunos años lo era, me refiero a ser un aventurero. Podía pasar días sin bañarme porque prefería dormir en los buses para ahorrar el hotel mientras viajaba por Ecuador y Perú. Tampoco me daba dolor de estómago al comer hamburguesas de Hungry Jack´s después de las 9:00 pm, y no me sentía destrozado si debía madrugar para trabajar después de irme de bares la noche anterior.

 

Supongo que es el tiempo que va corriendo para todos, y no está mal seguirle el paso y cambiar con él aceptando lo malo como un peso necesario, y lo bueno como la oportunidad que la vida nos da para respirar un poco y apreciar las cosas que no hemos conseguido arruinar.

 

En todo caso, detener la máquina por un par de días y vivir sin los afanes de la tecnología, me da la excusa para imaginar tiempos que tal vez no eran más cómodos y que sin embargo, corrían con menos prisa para poder hacer cosas cuyo fin práctico es nulo, pero que definitivamente alimentan el alma. Además, pasarse la noche leyendo sin el molesto timbre del celular avisándote que tu jefe necesita que hagas algo urgente, es un lujo en estos días.

 

“¡Ya me pongo en la tarea doctor!”, le escribes de vuelta luchando contra el impulso de enviarle una caca humeante por el teléfono para que sepa lo que piensas de él y de paso, confundirlo un poco, porque nadie con un céntimo de inteligencia mandaría a comer mierda a su jefe así sea con una tierna caricatura de un zurullo cuya forma perfecta debe ser obra de un cropofílico disimulado a quien whatsapp le dio la oportunidad de cagarse en todos nosotros.

 

Hablando de cagarse en alguien, hace mucho que no escribía sin vomitar la desesperación que me apremia en ocasiones. Tal vez se debe a que por fin tengo un trabajo después de tanto tiempo y puedo pasar los días sin pensar en cómo pagaré la tarjeta de crédito, o si tengo suficiente para hacer un buen mercado. No obstante, y a pesar de la seguridad que trae consigo el confort, por alguna razón que no he podido comprender aún, son las situaciones ridículas y adversas, en las cuales me pongo yo mismo en escena, aquellas que me impulsan a escribir. Debe ser porque veo al mundo como un absurdo tras otro, sobre todo si se trata de algo realmente importante, como lo es alimentar una ambición desmedida y acumular cosas, especialmente esta última, la de pasarse la vida de una miseria a otra para hacerse de basura tanto física como espiritual, cuyo verdadero poder reside en la ostentación.

 

Es la comedia humana, tal y como la llamó Balzac, me refiero a las distracciones de las que nos hacemos para dejar de mirarnos bien a fondo y darnos cuenta de la magnitud de nuestros fracasos. Justamente de eso me veo obligado a hablar, del fracaso, porque el éxito y la euforia del triunfo son míos, me pertenecen y por eso y elijo no hablarle a nadie al respecto, así como tampoco me interesa leer ni escribir acerca del éxito ajeno. Prefiero la lucha incesante de los inconformes que encuentran una razón para seguir adelante, así no cuenten con un motivo de peso para vivir.

 

Es el eterno errar del vagabundo —porque alguna vez lo fui y en cierta medida lo sigo siendo—, aquello que capta mi atención y que me obliga a explorar por mi cuenta sin ninguna otra meta que la de la perpetua búsqueda acuciada por una sed insaciable de saber qué se esconde detrás de las cosas aparentes.

 

—Me gusta que hables de las cosas que te gustan cuando no hablas de las cosas que no te gustan —me dice Diana con el feo vicio recién adquirido de contar lo mismo de mil maneras diferentes.

 

—Estás empezando a hablar de la manera en que escribo —le respondo, y ella me regala una de esas sonrisas que le dice a uno todo está bien ahora y siempre lo estará así no llegue a estarlo jamás.

 

Sólo con eso basta para que mi cabeza deje de irse al pantano en donde se esconde cuando las cosas no salen como yo quiero. En todo caso, me gusta visitar ese pantano de vez en cuando, porque me ayuda a crear mi propia comedia humana que es tan diferente y tan parecida a la de todas las criaturas que respiran y mueren en este mundo en el cual, hallar una verdadera razón para vivir y de paso, darle valor a la existencia, es tan difícil.

 

Hablando de darle valor a la existencia, espero que este escrito lo tenga, me refiero a algún tipo de valor, porque es la primera vez en mucho tiempo que dejo de hablar de mi mala fortuna. No obstante, creo que se me da mejor ridiculizar las situaciones más apremiantes conmigo adentro, porque el fracaso es una rica fuente de humor así quedes tú mismo como un zapato, cosa que me ha sucedido desde hace algún tiempo según mis parientes: “Te haces ver como un perdedor siempre… todos queremos leer escritos de esperanzas, no llenarnos de los problemas de los demás”.

 

No sé si lo que dice mi familia sea cierto o no, pero de lo que estoy seguro es que si el Viaje al final de la noche de Céline, hubiera terminado con Robinson vivo y Ferdinand Bardamu caminando en un día soleado, feliz porque finalmente encontró aquello que buscó después de conocer tanta estupidez y miseria humana, estaríamos hablando de un escrito tibio y complaciente como lo son los programas de la mañana en donde una modelo y un presentador, cuya sonrisa es tan falsa como la faja que le aprieta la barriga a ambos, cantan y bailan y hacen monerías para que quienes los miran desde sus casas, olviden el despropósito de sus vidas sumergidas en la engañosa versatilidad que trae consigo el falso optimismo.

Todo está iluminado. Johathan Safran Foer escribió un libro hermoso con ese título, sin embargo este escrito no habla de Foer ni de nada que tenga que ver con su obra. Habla de iluminación porque nos cortaron la luz y la verdad es que no se me ocurrió otro título, además me fui por las ramas de nuevo y debo darle forma a este escrito de por sí largo y pesado. De todas formas, el anonimato me da libertad, cierta libertad, y cuando los únicos que me leen son Diana y los tres pobres diablos a quienes nadie creería si le dijeran al mundo que se les apareció la segunda reencarnación de Cristo, puedo balbucear jeremiadas a la manera de los retrasados furiosos que tanto se ven en Bogotá, y decir lo primero que se me venga a la cabeza: pornografía, xenofobia o incluso podría hablar de política en este país en donde comentar cualquier cosa que vaya en contra del vox populi, puede dejarte sin trabajo y hasta quitarte la vida.

 

Abrir los ojos y buscar el significado de lo que dije antes o más bien como dijo William Blake: aquello que se esconde detrás las cosas aparentes, es lo que quiero decir aquí, especialmente en este momento cuando la visibilidad es tan escasa porque nos cortaron la luz y las palabras se enredan con las sombras que dejan las velas cuando no están bailando, porque tienen vida propia, las velas, y bailan al ritmo de una música silenciosa cuyo significado apenas si puedo adivinar, pero que se encuentra adentro de mí, junto con todo lo que desconozco de la percepción del mundo que a trancas y barrancas he logrado construir.

 

En todo caso, el París era una fiesta de Hemingway y escribir a la luz de las velas, es una buena excusa para olvidar aquello que sobra y te hace la vida imposible en el mundo de allá afuera, pero la reflexión, tan necesaria en esta época en donde te bombardean con apariencias y espejismos las 24 horas del día, es un deber nuestro como individuos para al menos intentar comprender el verdadero significado de la existencia. Nunca lo conseguiremos, eso es seguro, me refiero a entender, tal y como lo dijo Céline “la puñetera razón de que estemos aquí”, pero vale la pena emprender la búsqueda así sea para perderse una y otra vez, porque sólo aquel que extravía la ruta se ve en la necesidad de recorrer su propio camino.

 

—El camino a la oficina va a estar horrible mañana —le digo a Diana con los truenos y la lluvia golpeando la ventana del cuarto.

 

—Bogotá se vuelve un enorme lodazal cuando llueve —me responde.

 

Diana tiene la razón: Bogotá se vuelve un enorme lodazal cuando llueve. También lo es cuando no llueve y debes tomar cuatro transmilenios para llegar a la oficina en un recorrido que toma casi dos horas el trayecto. En todo caso, sigue siendo el día de hoy, la noche de hoy por lo menos, y faltan todavía ocho horas para que salga el sol y debamos enfrentarnos con el mundo que corre tan deprisa que no deja tiempo de pensar en Hemingway y su esposa Hadley comiendo ostras y leyendo a la luz de las velas en el París de 1921. Podríamos hacer muchas cosas, vivir más tranquilos por ejemplo, si tan solo detuviéramos el tiempo al menos durante dos horas al día, para mirar al techo y sentir lo que sea que estemos experimentando en ese momento, o al menos para poner en práctica lo que los budistas han llamado “la acción de la inacción”.

 

Hablando de inacción, llegó el momento de ponerla en práctica y dejar que el delicioso ruido de la lluvia en nuestra ventana y la tenue luz de las velas, arrullen nuestros sueños. Dejaremos que el mundo de allá afuera se coma vivo entre sí con los jefes y sus mensajes urgentes de la noche, las actrices pasadas de moda que filman a sus hijos mientras duermen y mi incapacidad para acoplarme a este mundo de afanes superficiales e inmediatez que no llevan a ninguna parte, salvo a contribuir con la galopante estupidez humana.

 

Afortunadamente, me he venido haciendo yo mismo más estúpido con los años y cuento además con el empeño de los perros que persiguen a los carros en la calle sin saber por qué ni para qué hasta que finalmente los espichan. De manera que me haré el tonto con la factura de la luz y me empeñaré en dejar de pagarla por unos días más hasta que se nos haga imposible seguir viviendo así. El silencio del apartamento y la luz de las velas, me han dado un respiro que no sentía hacía mucho, de manera que le diré a Diana que pagaré la factura a primera hora así no sea cierto. Ya pensaré en algo mañana cuando deje de llover. O quizás el mes entrante, cuando llueva una vez más y deba pensar en una excusa de por qué nos cortaron la luz de nuevo y sin embargo, todo se vea más iluminado que nunca.

 
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