Detrás de la Lonja, antigua sede de los cambistas, a orillas del Mediterráneo, allí por el 1450, los elegantes adinerados señores construyeron sus mansiones, edificios de tres plantas con portales árabes y patios espaciosos para los carruajes y las caballerías.
Todo era campo en aquel tiempo a pesar de estar cerca del Baluarte, que era una fortificación destinada a la observación y castigo de los piratas procedentes de Argel.
Entre caserón y caserón, quedaron espacios que poco a poco fueron rellenándose con casas de otro porte, casas de pescadores y comerciantes.
La casa que los dioses me han asignado a mi llegada de la placida Costa Rica, perteneció a esa primera clase, casa de señores, que no he entrado a investigar en los archivos eclesiásticos por mi poco interés.
Los restauradores actuales tuvieron el buen gusto de respetar los arcos en la cochera, o los de las fachadas. Así que por la mañana al levantarme acaricio la piedra de mares, corroída por el tiempo, de ese color ámbar que se asemeja a oro en polvo, y que tantas historias, como los espejos antiguos, deben conservar.
Toco suavemente el portal de mi dormitorio, que da a un patio interior, lo acaricio como si se tratase del lomo de un caballo salpicado de crines doradas, y le hablo, le pregunto por su antiguo conocimiento; la casa está limpia de espíritus atrapados, pero sé que si continuo con esa práctica, como el que acaricia la barriga del Buda de la suerte, me contará cosas del pasado.
Unos metros más allá, en la misma calle, reposa cerrada y silenciosa la mansión que fue del pirata mallorquín que intentó desembarcar en Argel y al que Carlos III nombró Almirante, Antonio Barceló y Pont de la Terra, un tiparraco regordete al que las condecoraciones y blasones no le quitaron la cara de hombre de pueblo, de vendedor de cerdos. Y no es que tenga algo en contra de los vendedores de cerdos, a la fin nuestro ilustre March, contrabandista y pirata, artífice y mano conductora del desembarco en África del General Franco, empezó su hidalga historia como tal.
Y es que todo se pega —dime con quién andas y te diré quién eres, reza el refrán—, y de tanto pirata y berberisco los herederos de unas sociedades cultas como la árabe y judía, que habitaron en estos lares —los llegados una vez de la península, los que poblaron la tierra a las órdenes de los señores—, descubrieron que ser contrabandista o pirata daba mejores réditos que arar la tierra.
Y me alegra vivir y retornar a mi vida en el Mediterráneo, ese por el que han pasado tantas civilizaciones; a la fin es un gozo buscar, fijando nuestra vista atrás, quiénes somos y dónde podemos llegar.