SENTIRES

Autor:    Julián Silva Puentes

Julián Silva Puentes


LADRONES


Rara vez hacemos una cosa semejante, pero el domingo pasado salimos temprano en la mañana a repartir pan y café con leche a la gente que vive en la calle. Fue idea de ella, de Diana, porque siempre es ella quien tiene este tipo de ocurrencias, especialmente cuando se está cómodo y calientito en la cama y el mundo afuera de la ventana te importa un pepino.

 

Yo me encontraba pasando uno de los mejores domingos de mi vida, me refiero a que afuera llovía y la cama estaba deliciosa después de haber tomado unos tragos la noche anterior; así que me tomé el tiempo de pensar en los pros y los contras de salir de la cama con el frío de Bogotá que no da ganas de hacer absolutamente nada, especialmente con esa lluvia como de rocío y el viento que sopla helado desde los confines más oscuros del infierno.

 

—¡Pero si está lloviznando! —fue lo único que pude responder sintiendo, eso sí, los porcentajes de empatía más bajos que haya experimentado en mucho tiempo.

 

—¡Eres un egoísta horrible! — respondió Diana por su parte.

 

Y fue así sin más, sin mayor argumentación, que la de “ser un egoísta horrible”, que se derribó la enormísima pereza que me embargaba de los pies a la cabeza. No es que me preocupe demasiado lo que suceda afuera del apartamento, y si soy del todo sincero, me atreveré a decir que no me interesó en lo más mínimo, porque a veces puedo ser tan egoísta como el peor de los piratas, esos que abundan en este mundo. No obstante, y como siempre me sucede, quise mostrarle mi mejor lado, que no siempre es el mejor, pero al menos es mejor que el otro, el del ególatra y el indolente tan presente en mi vida desde la infancia. Entonces me puse en la tarea de proyectar mi cómoda humanidad en el mundo de la lluvia y el frío de Bogotá, y casi lo conseguí, quiero decir que me sentí triste por un momento pensando en el joven de cabeza rapada y zapatos rotos que veo casi a diario en el semáforo de la esquina de mi casa, rogando, gritando unas veces y otras tantas llorando a los carros que esperan a que la luz se ponga verde para largarse sin dignarse a bajar la ventana.

 

Entonces me puse triste, un poco al menos, no tanto como hubiera querido, pero fue en ese momento, debajo de las cobijas, que sentí uno de esos dolores en el alma tan propios de los domingos, especialmente cuando piensas en todas las cosas que has dejado de hacer, y tu edad también, esos 40 años que magnifican los fracasos mucho más que las victorias, vienen a visitarte desde muy lejos con un puntapié en el culo para obligarte a hacer algo, lo que sea, de una buena vez con tu vida.

 

Además, es cierto, aquello de ser un egoísta horrible. Lo peor de todo es que yo lo sabía, bueno, ¡lo sé! Me refiero a que siento la tristeza de las personas en las calles de vez en cuando, no tan frecuente como quisiera, y es entonces cuando me embarga esa especie de dolor de humanidad, un pesar terrible y lastimero que dura la milésima de un nanosegundo, pero el mío, el dolor del que hablo, es un dolor ignorante, de chicle de frambuesa y paleta de chicle, nada parecido al de esos fantasmas que caminan por las calles mirando siempre al suelo en busca del porvenir que abandonaron hace mucho tiempo; ese dolor sí que es de verdad, esa aflicción tan real del hambre y del frío, tan grande que no se compara con nuestra vanidad vergonzosa de clase media con cansinas ínfulas de alta.

 

 

Son las 8:30 a.m., con lluvia abundante de rocío y el cielo gris brillante. Caminamos con una bolsa de pan, cada uno esperando encontrarnos con alguien a quien convidarle.

 

—La calle está tan sola que no se ven ni siquiera indigentes —me dice Diana.

 

—Deben estar debajo de algún puente esperando a que deje de llover —respondí.

 

Y justo cuando estaba a punto de recitar la línea final de la Vida Nueva de Dante, aquella que dice “pero que solitaria está la ciudad populosa, está como viuda la señora de las gentes”, con esa lírica dulzona que a veces le da a uno por soltar para dárselas de muy inteligente y de sensible también, muy de golpe salieron a nuestro paso dos de esos fantasmas que mencioné antes, uno con un perro negro enorme siguiéndole los pasos, y el otro con una bolsa negra amarrada en la cabeza.

 

Ambos vestían harapos y tenían los ojos casi en blanco, como si buscaran en sus adentros una buena razón para no degollar a cuanto transeúnte se les cruzara en el camino, solo por el gusto de hacerlo, o para arrebatar algo también, algo de eso que se les ha negado desde hace tanto, tantísimo tiempo.

 

Mi primera reacción fue mirar hacia ambos lados de la calle en busca de un policía, pero entonces recordé que estábamos tratando de hacer algo bueno por alguien, además aquellos fantasmas no nos amenazaban en ninguna manera. Sin embargo, todo su ser, su entera humanidad, nos dio mucho miedo porque la miseria es algo que tenemos todos en común como colombianos, hablo de la posibilidad de caer en ella en caso de tomar el camino equivocado en el peor momento de nuestra vida.

 

Todos hemos estado allí, todos nosotros, sin excepción alguna.

 

Entonces allí estábamos, mirando el reflejo de lo que puede llegar a sucedernos si la vida decide darnos un golpe certero en el momento adecuado, cuando un hombre gritó desde una droguería, a pocos metros de distancia de nosotros:

 

—¡Esos dos son ladrones!

 

 

Justo en ese momento le ofrecíamos al par de indigentes dos panes para cada uno. Diana me miró sin saber qué hacer y yo hice lo mismo, salvo que teníamos los panes en la mano y no podíamos devolverlos a la bolsa.

 

—¡Esos dos intentaron robarme!— gritó una vez más el mismo hombre.

 

—Señor, ¿quiere otro pan? —le preguntamos al sujeto del perro negro con nuestra expresión más absoluta de circunstancias.

 

—Muchas gracias— respondió recibiendo el pan.

 

Miraron al hombre de la droguería, y uno de ellos le gritó:

 

—¡Ahora sí que le voy a dar lo que es suyo!

 

Nos alejamos lo más rápido que pudimos, temíamos que nos pudieran hacer algo a nosotros también; eso sí, toda la escena era bastante cómica si se la ve desde un punto de vista diferente, diferente al del tipo a quien querían robar.

 

—Si no podemos oír a la gente gritando de agonía, ¿cómo somos capaces incluso de oír?  —le dije a Diana tratando de disimular mis nervios.

 

—¿Qué?

 

—Es del libro de Henry Miller que me regalaste —le respondí.

 

—Debimos hacer algo, ¿cierto? —dijo Diana.

 

—¿Qué pudimos haber hecho? —dije sintiendo todo el peso de mi cobardía a cuestas.

 

—Pues no sé, algo… esos tipos estaban robando a alguien.

 

Seguimos entregando panes a quienes pensamos más lo necesitaban.

 

Estábamos en silencio meditando cada uno en sus cosas. Yo me imaginaba venciendo de manera heroica al par de ladrones. Diana pensaba en la indiferencia de todos nosotros, porque no es la primera vez que presenciamos un robo o cualquier otro acto de violencia en la calle. Nuestra reacción es siempre la misma: “si no es conmigo, mejor no me meto en problemas”.

 

No es necesario mirar las noticias para saber que estamos vacunados contra el dolor ajeno desde hace muchísimo tiempo. Y es que solo basta con asomarse por la ventana para ver a un pedazo de nosotros mismos arrastrando los pies en los andenes. Es entonces cuando pensamos en todas las cosas que no tenemos y en cuánta falta nos hace comprar un buen carro, o aquel viaje a Italia con el que hemos soñado desde hace tanto tiempo. Podemos pensar en esa y en muchas otras cosas muy bien resguardados en nuestro apartamento calientito con la nevera llena de comida y una mujer hermosa aguantando cada una de nuestras ridículas quimeras; podemos llegar hasta el punto de quejarnos por nuestra situación desesperada aun cuando basta con poner un pie allá afuera, en la calle, con el viento frío de octubre y las nubes de color leche cortada como las playas sucias de Manila, para saber que debe haber algo muy malo con la estructura de las cosas, me refiero a la manera en la que marcha el mundo y nosotros mismos también, como para que nos volvamos locos por las pequeñas insignificancias de las cuales carecemos, sabiendo lo mal que lo pasan tantos otros, pero muchísimos otros, en este mundo nuestro lleno de unos cuantos pobres afortunados, y cuando digo “pobres afortunados”, me refiero a mí y a los que así como yo, tenemos lo suficiente para ser felices pero aun y con todo, nos quejamos porque el mundo no ha satisfecho cada uno de nuestros lastimeros caprichos.

 

 

Son las 11:30 a.m. de un domingo soleado. El apartamento es acogedor, con una sala llena de libros, un perchero, algunos muebles, el comedor y la cocina en cuyo mesón se encuentra el enorme filete que dejamos descongelando para el almuerzo. La habitación se encuentra a unos 3 metros de la cocina. La cama King size está desordenada. Las sábanas abrigan al gato de la casa. Afuera de la ventana el sol brilla.

 

Le pregunto a Diana si quiere probar la nueva salsa tabasco que compramos en el supermercado. El mundo se ve hermoso como para dejar de celebrarlo, más por el hecho de haber salido airosos de un robo que algo tuvo que ver con nosotros.

 

—Me siento mal por el pobre tipo de la droguería— dice Diana sin venir al caso.

 

—Pero si estaba dentro de la droguería —le respondo— y ya sabes que a esa gente le da miedo entrar a un local comercial iluminado y bien limpio.

 

—¿Les da miedo?

 

—¿No te has fijado? En la calle te pueden sacar un cuchillo así de largo o un bate con una puntilla enterrada en la mitad si te niegas a darles lo que te piden, pero basta con que entren a un local comercial para que se dejen echar como perros por un tendero tan amenazador como tú o como yo.

 

—De todas formas me siento mal. Nunca hacemos nada cuando vemos a alguien en la calle pasando peligros.

 

Ella tiene toda la razón, pero me guardo de reconocerlo porque me da mucha risa vernos ofreciendo comida a un par de ladrones en medio de un atraco; es tan ridículo que no queda más que reír, aunque en voz muy baja, porque el dolor ajeno es real así no lo experimentes de primera mano; así no lo experimente yo ni lo experimente Diana; así no lo experimente el gato de la casa.

 

 

Son las 5:07 pm de un martes. El apartamento es acogedor, con una sala llena de libros, un perchero, algunos muebles, el comedor y la cocina. Unos 3 metros después de la cocina se encuentra la habitación. La cama King size está tendida y el gato de la casa duerme encima de las frazadas. Afuera de la ventana las nubes se pintan de color rojo carmesí.

 

Es la hora del día en la que no está del todo mal empezar a beber. Hemos pasado de la cerveza al Bloody mary porque así no sentimos que estemos tomando todos los días. De manera que aquí va, el final del escrito.

 

—¿Te acuerdas de los ladrones y los panes? —le pregunto a Diana.

 

—Le pusiste demasiado vodka al bloody.

 

—Del atraco del domingo, ¿te acuerdas?

 

—¿Qué?

 

—Te pregunto si te acuerdas de los ladrones a quienes les regalábamos pan mientras intentaban atracar al tipo de la droguería.

 

—Ah, sí… ¡claro que me acuerdo! Pobre hombre… ¿será que al final lo robaron?

 

—En esta ciudad puede pasar lo que sea —le digo como para zanjar el asunto, así haya sido yo quien lo trajo a colación.

 

Y así termina esta pequeña historia de la vez cuando quisimos hacer algo bueno, pero nos encontramos en medio de algo muy malo que pasa a diario en esta ciudad. En todo el mundo por lo que a mí respecta.

 

Sea como fuere, no tengo más que decir, aunque tal vez debería, por aquello que me dijo mi amigo Néstor hace algunos días concerniente a no terminar como se debe estos pequeños relatos que de vez en cuando escribo. Le respondí que no se trata de cuentos como para que tengan iniciación, nudo y desenlace, sino de simples anécdotas, como ver a dos monos violando a una pelota de playa en el zoológico, me refiero a “qué más puede decir uno de una cosa semejante”. En todo caso, Néstor es uno de los cuatro pelagatos que me leen, así que diré, a manera de conclusión, que no tengo idea de lo que le pasó al pobre Diablo de la droguería porque nos largamos corriendo, Diana y yo, con la bolsa del pan en la mano tratando de lucir muy casuales.

 

Pasamos por el supermercado a comprar la salsa tabasco para los cocteles, después de repartir los panes restantes. Entramos al apartamento y preparamos almuerzo. Vimos televisión después de eso y nos dormimos porque llegó la noche. Fin.

 

 

 

 

 

 

 

 
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