Había grandes aglomeraciones en el cielo, la pandemia había desbordado todas las previsiones de llegada y se veía a los justos con caras adustas. Las legiones de Ángeles intentaban poner orden.
Miré mis vestiduras, parecían intactas, alguien se había cuidado de amortajarme con chaqueta y camisa blanca, y aquello de la resurrección de la carne era correcto, ni un mal gusano que rondara por mi solapa.
Procuré evitar la idea romántica de que me incinerasen y tiraran mis cenizas al mar de los caribes.
Me sorprendió tanta premura para lo que debía ser el Juicio Final, me había imaginado que rondaría por un tiempo entre las estrellas antes de que eso sucediese.
Los juicios eran lentos, los encargados de buscar en los archivos sobre la vida y obra de los allí presentes rebuscaban en los libros que se amontonaban sobre las nubes, a falta de la digitalización de los informes; aquello se asemejaba a los salones y dependencias de los Juzgados que yo había acostumbrado a visitar, con montones de escribanos revolviendo papeles.
Me pregunté si allí habría abogados defensores de oficio.
Estaba claro, por lo que pude observar, que en los archivos faltaban muchos documentos sobre las buenas obras, y las gentes protestaban sin posibilidad alguna de emitir recurso cuando algunos ángeles con espada de fuego en la mano separaban a los unos y los otros.
Parecía que el infierno estaba más organizado, ya que disponía de pequeños buses pintarrajeados de colores en un paisaje de llamas, conducidos por lo que alguna vez fueron unicornios —que eran animales de compañía preferidos por los de la piel colorada, por un tema de cuernos—, en donde transportaban a los de caras de dolinetes. Aguardaban a los malos con cara sonriente.
La escena, ni si fuera porque me parecía muy seria, se me antojaba a las viñetas de alguna revista humorística que en su día me habían hecho reír.
Aquellos demonios pequeñitos de tez colorada y cuernos no tenían nada que ver con los dibujos de Dore ni los cornudos cabros de los aquelarres.
Discutían los justos, que reclamaban juicios menos severos.
Empezaba a haber overbooking en el hades.
Los hispanoparlantes se veían contentos en la larga fila, cantado boleros o bailando por bulerías.
El cielo estaba de un azul intenso, hermoso, y en el entorno se veían grandes praderas sembradas de amapolas por donde correteaban con sus túnicas blancas ancianos que ya se habían acostumbrado al lugar.
Los que ya habían pasado la prueba observaban con curiosidad desde detrás de una nube, por si veían a alguien conocido para hacerle señas.
Se produjo un receso de algunas horas, para que los justos descansaran, cosa que aprovecharon los tullidos y las vendedoras callejeras para contemplar con emoción la belleza de los astros y estrellas.
En un rincón se acumulaba la chatarra espacial, que como esqueletos de animales prehistóricos daban pena; algunos animales metálicos a punto de morir emitían señales muy tibias, que asustaban a los pájaros.
Me senté a esperar alejado del tumulto, acuciado por los que me venían a contar su vida y obras, banqueros, prestamistas y policías de a pie, con el miedo en sus rostros.
La clase política se reunía en pequeños grupos, luciendo sus mortajas llenas de medallas, procurando buscar entre los allí presentes a algún amigo de partido que pudiera echarles una mano.
Al cabo de una hora se reanudó el Juicio Final, que por motivos ajenos a las voluntades se había adelantado. Había preocupación en todas las caras de los jueces, los alegatos de los escribas eran tan rápidos, que no daban ni tiempo a reflexionar.
Los buses tirados por unicornios habían dejado de llegar, probablemente, por problemas de logística. Me pareció en una de estas ver a Dante acompañado de Virgilio, nervioso dando vueltas y conversando con los unos y los otros. Pensé le habían encomendado la tarea de avalar a gran parte de los allí pendientes.
Los demonios estaban cansados, y la organización de los pecadores daba mucho que desear. Por los nuevos delitos ya no cabían en los siete infiernos.
Esperé que llegase mi turno, buscando entre las nubes por si veía el carro de algún profeta antiguo, para subirme y escapar de aquel desorden.