SENTIRES

Autor:   William López

William López


CATARSIS


CATARSIS


 Lo que trataba Simón de descifrar esa noche, era si el recuerdo del papá apretándole las sienes con unas tenazas de doblar acero, era de él, o un recuerdo inconsciente del personaje. Se comió un dulce. Fue al baño, se lavó la cara con abundante agua y jabón de avena. Roció el ambientador que tenía olores relajantes de clavitos y canelas. Volvió a la habitación y se comió otro dulce de goma, era lo que siempre hacía después de una jornada de trabajo en el teatro. Pero aquella noche había ingerido demasiados para controlar los ataques de nervios, heredados de su último personaje interpretado en el gran teatro.

 

 Agarró el álbum familiar y vio a su padre en una de las fotos, posando orgulloso al lado de unos esqueletos de carros, sosteniendo en una de sus manos una enorme tenaza de doblar metal, las mismas que utilizaba cuando le apretaba las sienes. Simón quedó urdido.  Buscó  en las gavetas del nochero el libreto de la obra, donde vivía el personaje que lo estaba torturando. Lo volvió a leer una vez más. A la mitad del texto, reafirmó que en efecto el personaje había estado en un centro psiquiátrico por hipofobia, había matado a su esposa, y metido el cadáver en el vientre de un caballo. Pero no encontraba nada referente a las tenazas. No tuvo otro remedio que volver al llamar al director:

 

—Aló, Fernando, es que tengo las tripas de mi cabeza ingiriendo ideas raras.

—No te preocupes, ya te lo he dicho; es el personaje que se está muriendo en ti, se llama catarsis.

—Me estoy comiendo los dulces que me recomendaste, pero no me hacen efecto.

—No comas tanto, no es aconsejable.

—Gracias. Salúdame a Mónica y dile que se regrese pronto.

 

Se comió otro dulce y después otro, y otro. No paró. Dedujo que el azúcar lo haría dormir, pero pasó todo lo contrario, quedó inmune al sueño. Se acostó dando bamboleos en la cama. Sentía el apretón de las tenazas en las sienes. Se fue a la cocina, desprendió una pastilla para el dolor e hirvió leche con canela y se la tomó. Comió más dulces. Se fue al baño y abrió la llave de la tina hasta que se llenó por completo, se metió en ella sin quitarse la ropa. Quedó con el cuerpo aboyado y con la mirada hacia arriba para que el agua le cayera en la cara. Se puso las manos en forma de tenaza en las sienes, hasta que decidió pararse. Se acostó en la cama con la ropa empapada, se hizo una oruga con la sábana. Avanzó con cuidado sobre las escaleras de humo que conducen al otro lado del sueño, descansó por un momento, pero lo sacó de golpe el sonido del teléfono.

 

—¿Aló? —contestó simón.

—Simón… ¿Mónica está contigo?

—No… Ustedes me han dejado solo.

—Te he enviado con ella unas pastillas para conciliar el sueño, para que descanses por lo menos esta noche.

—No aguanto más las tenazas en mi cabeza, a veces pienso que el autor me conoce y escribió a base de mi recuerdo ese maldito personaje.

—Pero Simón, en el texto no hay ninguna parte que hable de las tenazas.

—Sí, hay una parte que yo deduje inteligentemente. Él las utilizó para abrir el vientre del caballo y meter a su esposa. Son las mismas que tiene mi padre en la fotografía.

—El autor vivió en otro país, y murió hace mucho rato. No es contemporáneo contigo ni con tu padre. Cómete otro dulce hasta que llegue Mónica con los medicamentos.

 

Simón colgó el teléfono y volvió a meterse en el bandullo de la cama. Se tapó nuevamente los oídos, perturbado.

 

Sacó una mano entre las sábanas y agarró un puñado de dulces. Se los atragantó, y cuidadosamente se fue resbalando hasta caer nuevamente en la neblina de los sueños. Una sensación de hielo le congelaba el cráneo, borrándole por completo el dolor. Descansó en un estado como el que produce la anestesia, haciéndole sentir la cabeza grande y pesada.

 

En un movimiento inconsciente del brazo, sintió algo pesado y enorme al lado de su cama. Se despertó. Apartó las sábanas de su rostro y vio un caballo acostado al lado suyo. Se pellizcó para cerciorarse de si estaba dormido o despierto. Concluyó que estaba despierto. Se levantó exaltado. Tropezó la caja de dulces que cayó regada en el piso. Agarró algo pesado que estaba detrás de la puerta. Se fue a donde estaba el caballo. Levantó con fuerza los brazos y lanzó un golpe en el cráneo del animal. Le dio otro más fuerte en las costillas. El caballo no respondió. Estaba quieto como un costal lleno de huesos. Le dio otro golpe en el hocico.

 

Simón no tuvo control y descargó un último golpe en el cráneo que lo salpicó de sangre. Se detuvo exhausto. Volvió a pellizcarse con la ilusión de que en realidad estuviera soñando. Pero no, era en realidad un caballo lo que estaba matando. Sonó nuevamente el teléfono,  todavía  tenía  la esperanza que todo fuera un sueño.

 

—¿Aló? —Contestó nervioso.

 

No pudo sostener el teléfono, lo dejo caer contra el piso ajedrezado y a través de la bocina se escuchó la voz del director, Fernando:

 

—Mónica está contigo hace cuatro horas.

 

Simón Sintió los párpados pesados. Volvió al cuarto corriendo asustado, y a primera vista observó que la caja de dulces no eran dulces, sino hongos alucinantes y que el cuerpo lánguido de Mónica, estaba dentro del equino.  Descubrió aturdido el objeto con que había golpeado al animal, eran las tenazas, las mismas de la fotografía.

 
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