RIQUEZA PERDIDA
Era sábado y como siempre me encontré temprano con mis tres amiguitos; cada uno llevábamos una honda y una mochila. Nos dirigiríamos al campo a realizar algo que era una de nuestras mejores diversiones: cazar torcazas, perdices y, un poco menos, las turruguyas, porque eran las más pequeñas. También recogíamos sus huevos y pichones.
Llevábamos sal para abrirlas y relajarlas, salarlas y así conservarlas. Debíamos hacerlo porque de nada servía llevarlas emplumadas, porque no había luz eléctrica, mucho menos neveras, para conservarlas frías. A los pichones los alimentábamos con la boca; mascábamos guayaba o cualquier otra fruta y se las dábamos en el pico. Era algo divertido.
Éramos hijos de campesinos, pobres todos; campesinos que en un pequeño pedazo de tierra sembraban yuca, ñame, batata, plátano, popocho y guineo o banano... Parte de la liga estaba asegurada para el desayuno de la semana; para el complemento, nuestros padres tomaban su anzuelo y e iban a los arroyos o pozos con agua represada a pescar moncholos, barbudos y mojarras, que salaban inmediatamente.
Siempre nos tropezábamos con indios de la región quienes nos gritaban: ¡Viva la madre tierra! A veces pasábamos, al medio día, por un caserío indígena, y nos brindaban comida; después nos invitaban a participar en sus reuniones: mujeres, hombres y niños se hacían alrededor de una fogata hecha con hojas de palma seca, tuzas de maíz y palos secos. Tomaban vino de palma y algunos se llevaban una hoja de limón a la boca, otros un tallo de papaya. Entonaban y bailaban una especie de música que posteriormente supimos que era el ritmo de la cumbia.
Los que no conocían las costumbres de los indios, los tildaban de locos.
Recuerdo que un día domingo, después de ir a misa, por deber y obligación —Mi madre me decía: “Debes ir a misa para ser un buen hombre. Me toca obligarte porque si no te descarrilas. Ten esto presente hasta cuando te mueras: ser bueno es un derecho y un deber; si usted no es bueno, le quita el derecho a otro, o no ejerce el suyo por malo o ignorante”—, como a eso de las nueve de la mañana, mi padre me dijo:
—Mijito, vaya a la tienda y cómpreme cinco chivos (centavos) de cigarrillos.
Tomé la monedita de color rapé, la deposité en el bolsillo de mi camisa y salí para la tienda a hacer el mandado. Como siempre, llevaba mi trompo en el bolsillo.
Al salir por la puerta del patio, observé que se iniciaba en la esquina un juego de trompo, y que ya habían hecho la cruz en el suelo para picar y ver quién quedaba más lejos del centro, para que pusiera su trompo. De inmediato me metí la mano en el bolsillo, saqué mi trompo, y dije:
—¡Esperen, yo también pico y juego!
Los juegos consistían en pegarle a otro trompo, hacerlo girar en la mano, o incluso en la uña. El que perdía colocaba su trompo, y algunas veces le tocaba ir hasta la Plaza Central, que quedaba como a cinco cuadras del sitio donde jugábamos.
Luego de jugar un rato al trompo, continué mi camino a la Plaza Central. Ya estando allí, mi mano tropezó con una monedita que tenía en el bolsillo. “¡Mierda, y esto qué es!”, me dije. Me dirigí a un vendedor de frutas y le pregunté que a cómo tenía los guineos.
—A cinco chivos la mano —me respondió.
—Dame una.
Le di la moneda. Me senté, comí dos y regalé uno al “Pucho”, otro al “Meda” y otro al “Pepe”, a quien le dije:
—Para que no me busques más pelea.
El “Pepe” era un amigo que siempre me buscaba pelea azuzado por otros... Perdía, pero decía que seguiría peleando hasta que me ganara.
De regreso a casa, me topé de nuevo con el juego de trompo.
En vista de que no llegaba, mi padre salió a buscarme, y al verme jugando, me gritó:
—¡Julio, venga acá!
Cogí mi trompo y llegué a donde se encontraba. Me dijo:
—¡Aja, y los cigarrillos!
“¡Mierda!, la monedita era pa’ eso”, pensé de inmediato.
—Caramba, papá, allá no había si no guineo.
—¡¿Como así?!
—Sí, papá, y a cinco chivos la mano.
—Ah!, con que esas tenemos. Ahora coja el burro mocho, póngale la angarilla, y vaya al puerto de Leticia y trae tres viajes de agua para lavar. Luego hace otro viaje por agua de beber. ¡Y aprenda a ganarse la plata!
¡Qué buenas épocas aquellas!... Ya no se juega al trompo, por miedo, el indio no caza, ni baila, y la cumbia se perdió...
Cantaba el indio Felipe Peña:
♪Sabroso el sancocho ‘e pato y el arrocito con pollo,
el bocachico con yuca y el chicharrón con un bollo.
Bailemos todos la cumbia,
mi cumbia, compadre goyo.
Un sancocho e bocachico a orillas del río sinu,
me lo comía yo en Lorica,
viajando para Chinú.
Llevemos todos la cumbia a los Incas en Perú.
Bailemos, bailemos todos a orillas del río Sinú.
Con un sombrero vueltiao,
echándole fresco al suelo,
bailemos todos la cumbia alegre y sin desespero.
Bailemos, bailemos todos, mi cumbia rómpete el cuero♪