El segundo día.
El domingo, no muy temprano, por la desvelada de nuestros padres, salíamos rumbo al norte del puerto, a las playas. Al pasar por el pueblo La Antigua, siempre nos deteníamos a visitar las ruinas de la primera casa de Hernán Cortés; una casa en medio de árboles, invadida por grandes raíces, que, ancladas a su tierra —esa que las alimenta—, sostienen los muros, que de otro modo ya se hubieran derrumbado.
Pequeñas colinas, la carretera, la inmensidad de la Costa Esmeralda. Nuestro horizonte de ese mar de un verde profundo y estremecedor.
Las playas salteadas de placer.
Las palmeras daban una tenue sombra.
En la palapa, mi padre y mis hermanos, disfrutábamos unos seviches, que nuestra madre nos preparaba.
Sentíamos la fina arena, el mar, la familia.
Relajados, regresábamos a nuestra casa.