SENTIRES

Autor:   Enrique Arroyo Villegas

Enrique Arroyo Villegas


EL OLOR


La primera vez que tuvo ese extraño sentimiento fue cuando iba en un autobús por el desierto peruano… A muchos kilómetros del mar, sintió el olor de las algas secándose al sol. Recordó entonces un libro de Gabo donde un pueblo huele a rosas al amanecer.

 

Como un don del cielo, empezó a conocer que su olfato no dependía de la distancia ni del tiempo; podía perpetuar la fragancia de una mujer, aunque hubieran lavado mil veces su alcoba. En el Herniare, el olor de los aceites en la pintura le guio el paso como si de un experto se tratase.

 

En Murnao, en la casa que perteneció a Kandinsky y Gabriele Munter, pudo oler el estiércol de los caballos azules pintados en la barandilla de madera, y olió las pisadas del Maestro cuando regresaba del huerto jardín.

 

Dominaba el olfato de los perros. Seguía una huella con los ojos cerrados, para descansar bajo un árbol de fruto maduro que sabía debía caer irremisiblemente en sus manos.

 

Si se lo hubiesen pedido, hubiera identificado a Anastasia de Nueva York como una impostora sin necesidad de ADN. Los príncipes huelen a príncipes.

 

Selectivo en su caminar, rehuía a policías escondidos, a banqueros perversos y a todos los seres que formaban parte de esa humanidad llena de errores en una mala estrella, pero nunca pretendió sacar partido de esa singular circunstancia.

 

Y llegó la obsesión: Como final feliz de una vida llena historias y risas deseaba conocer el olor de la Muerte. Sí, la Parca debía oler a alguna cosa. “Es imposible viajar y viajar cada día, sumergirse en las tinieblas, andar con tísicos, sin que un fino perfil de olor quede en sus ropas”, reflexionaba. Además, siempre había oído decir aquello de “esto huele a muerte”.

 

Sabía de gatos en hospitales que se acostaban con el moribundo oliendo a la Muerte.

 

Pensó en engañarla, fingir que estaba a punto de recibirla… pero se arrepintió, la consideraba tan lista, que seguro lo hubiese descubierto antes de poder detectar su fragancia.

 

La idea de perder su colección de olores, que con el tiempo habrían llenado más francos que el protagonista de El Perfume, lo llevaba a la conclusión de que visitar a la Parca en la Nada, podía ser romántico, pero impráctico, por lo que desistió de esa idea.

 

Pensaba en esos tiempos cuando los fotógrafos de la sociedad victoriana se dedicaron a tomar instantáneas de cadáveres, en casi cuadros, donde ayudados por una serie de artilugios presentaban parte de los miembros de una familia vestidos con sus mejores galas, simulando la vida.

 

El hombre visitó hospitales y lugares donde teóricamente el olor de la muerte lo debía impregnar todo. Archivaba para sí cada olor.

 

Pasaron los días.

 

Pensaba: “Será que es inodora, que tan solo toma parte del olor del cuerpo que se debe llevar”. Se sentía desilusionado.  

 

Poseía un don que no se complementaría hasta poder reconocer ese olor fuera del tiempo y la distancia.

 

Sentía olores que pronosticaban satisfacción y horrores, veía el futuro a través de su nariz.

 

Mientras, la Parca, conocedora de su afán, pasaba cada día por su lado con una terrible sonrisa en su desfigurada boca sin que él se diera cuenta.

 
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